Año Cero

Las crisis son para el verano

Si no recomponemos el camino, las crisis que se están cocinando durante el calor de este verano tendrán unas consecuencias devastadoras.

Si uno observa bien la conformación del mundo actual y la situación en la que se encuentran los países que nos importan –empezando por el nuestro– y que nos afectan, puede llegar a una conclusión que parece evidente. Una conclusión que –en mi opinión– proporciona algunas de las respuestas más importantes de los grandes cambios históricos que hemos vivido al menos en el último siglo: las crisis son para el verano.

El verano de 1939, como se puede comprobar en los anales de la historia, fue un verano aparentemente libre de peligros, pero lleno de amenazas y tensiones, mismas que acabaron desencadenando el estallido de la Segunda Guerra Mundial. El verano de este año está protagonizado por una guerra que ya lleva librándose más de cuatro meses. Una guerra con consecuencias incalculables y, lo que es peor, una guerra que no se sabe cómo puede terminar y cuáles serán sus verdaderos costos.

Es importante recordar que hasta antes del surgimiento y desarrollo de este conflicto, Ucrania estaba considerado como uno de los países más corruptos del mundo. Con el conflicto en pleno auge, al parecer eso se ha dejado a un lado o simplemente ha dejado de ser un tema prioritario.

Por mencionar algunos datos, se estima que el conflicto ruso-ucraniano dejará a más de 19 millones de personas sufriendo de hambre crónica y se calcula que esta guerra provoca aproximadamente 20 mil millones de pérdidas económicas al día.

Dejo a un lado –no por ignorarlo y a pesar de que, desafortunadamente, es lo más visible, lo más computable y la consecuencia más inmediata– los horrores de los muertos, los desplazados, lo que significa la invasión de Rusia sobre Ucrania en términos geopolíticos y las consecuencias que está trayendo este conflicto. Dejo aparte el hecho evidente de una realidad que cada vez aparece como más innegable y que es lo que supone estar viviendo múltiples crisis –energética, financiera, política, social y geoestratégica– de manera paralela. Las crisis que vivimos, en el fondo, han provocado tres grandes cambios.

El primero de estos grandes cambios es el hecho de que no es que la crisis energética haya desencadenado el conflicto, sino que probablemente sea la energía y su dominio algunas de las razones de la guerra. El segundo es el hecho de que un cambio como el que se está produciendo es imposible llevarlo a cabo sin la confabulación de lo que supone llevar tantos años de falta de seriedad y de hacer las cosas sin la planeación y previsión necesarias. Las consecuencias de tener una inflación tan alta y de no contar con una estabilidad económica que permita el desarrollo sitúan, entre otras cosas, a las divisas del mundo en un carrusel de subidas y bajadas con una solución cada vez más complicada. El tercer gran cambio que acompaña al llamado combate asimétrico que se está desarrollando en Ucrania contiene no sólo elementos de nuevo cuño, sino que también comparte características de conflictos vividos anteriormente y que corresponden al ramo de las doctrinas militares. Unas doctrinas que, visto lo visto, han tenido un replanteamiento completo y han demostrado que las cosas ya no se ejecutan como antes.

Ésta no es la primera vez que el mundo occidental juega con fuego y se crea él solo un problema de una dimensión similar a lo sucedido en el atentado de las Torres Gemelas. Después de la invasión soviética de Afganistán, hubo años en los que las condenas fueron morales. Finalmente, los Estados Unidos de América y sus aliados occidentales decidieron entrenar y enseñar a los muyahidines de la guerra, a los patriotas y a los defensores de Afganistán, a cómo utilizar los célebres misiles superficie-aire. Dicho entrenamiento permitió equilibrar la balanza del conflicto frente a los helicópteros blindados y artillados soviéticos que estaban provocando masacres y una clara represión contra el pueblo afgano. Como consecuencia del conflicto y del soporte brindado por parte de los estadounidenses y sus aliados, surgió el nacimiento de un héroe del mundo islámico. Dicho héroe se llamó Osama bin Laden. Además, eso no fue todo, sino que toda la financiación, apoyo y soporte otorgados por el mundo occidental también permitieron la creación de una célula que sembró terror por todo el mundo en gran parte de lo que llevamos del siglo 21, llamada Al Qaeda.

Hoy, los misiles proporcionados por Estados Unidos no son los tan cazados por el Ejército soviético y que recibieron el nombre de Stinger. Hoy los misiles que los estadounidenses están enviando a Ucrania se llaman FGM-148 Javelin y son armas capaces de disparar proyectiles por medio de detectores de calor, alcanzando una distancia de hasta cuatro kilómetros. Se trata de un sistema antitanque portátil que, de estar en manos de un ejército medianamente entrenado, puede resultar tan demoledor como la superación en fuerza o en número del enemigo que se tenga en frente.

No quiero decir que estemos construyendo otra organización similar a Al Qaeda ni que –como consecuencia del apoyo occidental brindado a Ucrania en el conflicto con Rusia– vaya a surgir un nuevo Osama bin Laden. Pero lo que sí quiero constatar es que, para mal, nuevamente en esta ocasión –como ha sucedido en otras muchas a lo largo de la historia– los verdaderos perdedores somos los pueblos y los ganadores son los dueños de la industria de la muerte.

Las tropas ucranianas han producido un verdadero cambio en el terreno de juego. Después de tantos tanques y después de la clara superioridad numérica rusa, el manejo de ese misil, más los drones y el uso de las tecnologías ha provocado un desenlace no previsto del conflicto. Un país como Rusia, con un desarrollo tan sólido de hackers y del terrorismo cibernético, hoy se encuentra en una situación en la que no solamente no ha podido ganar, sino que ha tenido grandes y terribles pérdidas, siendo las más dificiles de explicar aquéllas que van contra la lógica de la proporción de fuerzas.

Hasta la fecha nadie tiene la factura verdadera de lo que ya debe Ucrania en estos primeros meses de conflicto por concepto del soporte que ha recibido por parte de los países que conforman la OTAN y por parte de Estados Unidos. Sin embargo, es evidente que es una factura muy abultada y que tardará generaciones en poder pagar.

En otro orden de acontecimientos, resulta muy importante analizar el hecho que supone el histórico y recién aprobado plan de rearme de Alemania, que supone el mayor rearme alemán desde la Segunda Guerra Mundial. Dicho plan, entre otras cosas, permitirá destinar el 2 por ciento del Producto Interno Bruto alemán para contribuir y hacer que Alemania se convierta en la mayor potencia militar europea y la tercera más grande del mundo, sólo por detrás de China y Estados Unidos. Alemania es el corazón de Europa, quien la domine –como en su momento planteaba la teoría de Heartland de Halford John Mackinder sobre el territorio ruso y la zona de mayores recursos sin explotar, y que Karl Haushofer convirtió en la estrategia de dominio nazi– será capaz de dominar Europa. Una teoría que también se puede trasladar al caso de Ucrania.

En la actualidad, nos encontramos en una situación curiosa. No nos bastó tener una Segunda Guerra Mundial ni haber sido testigos de la mayor tragedia masiva de la historia de la humanidad hasta estos momentos, para volver a permitir el rearme de un país que ya ha sido determinante en otros momentos de la historia como lo es Alemania. Es más, su pertenencia al bloque defensivo occidental pero, sobre todo, la limitación de su fuerza y la limitación del uso moral de su fuerza militar, es uno de los factores clave para entender la mitad del siglo 20 y lo que llevamos del siglo 21. Sin embargo hoy, como uno de los efectos colaterales de la guerra de Ucrania, tendremos un Ejército alemán que estoy seguro que no sólo será masivo. No sólo estará bien armado. Sino que, principalmente, será un ejército que esperemos que ya tenga borrado de la memoria lo que supone tener tanto poder y que tenga presente que el mal uso de éste puede acabar provocando una situación como lo fue el Holocausto.

La inflación desbordante y desbocada en todas partes, pero mayormente en Estados Unidos y en las economías más desarrolladas, hace ver que estamos llegando al final del camino. El mundo está quebrado. Mire la deuda nacional de los países y dígame si los estadounidenses son capaces de pagar todo lo que deben. Una cifra que supera los 30 billones de dólares y que representa más de 130 por ciento de su Producto Interno Bruto. Y es que, si ellos no son capaces de hacerlo, ¿quién sí podrá pagarla?

En este momento, en el que además estamos asistiendo a la transformación total de la economía, de la tecnología, de la economía de la guerra y de un sistema que no hemos sabido articular bien la convivencia entre los viejos modelos económicos y los nuevos, una inflación como la que tenemos –empezando por Estados Unidos– es un factor absolutamente dominante del panorama económico mundial.

Estamos asistiendo al final de un mundo y al nacimiento de otro. Sólo que este nuevo mundo tiene una marcada ausencia de los Estados y demasiados riesgos de desaparición debido a la multiplicación de factores. Una multiplicación de factores, por una parte, armamentísticos y, por otra parte, de falta de control. Hemos dejado el control en manos de las nuevas tecnologías y ahora todo es posible en medida de lo que éstas nos lo permitan. Estos factores, sumados a los que acompañan las diversas crisis que aquejan a nuestro mundo, han creado una especie de efecto burbuja en el desarrollo económico de los países. Una burbuja que fácilmente podría estallar en cualquier momento, produciendo una crisis como nunca antes se ha visto.

Nunca antes habíamos necesitado tanto de estadistas; supongo que toda generación ha sentido lo mismo. Y nunca antes habíamos tenido un panorama de perspectiva política –como consecuencia de las acciones hechas por los personajes que encarnan el poder– más deprimente. Es difícil saber cuáles serán de verdad los cambios que toda esta situación tendrá. Aunque es fácil suponer que, sin un cambio total de valores, de mentalidades y de maneras de enfrentar el día a día en nuestras vidas y sin un cambio de nuestras políticas, estamos condenados a una tragedia que superará –desde mi punto de vista y nada deseo más que equivocarme– a cualquier crisis antes vista.

Si no recomponemos el camino, las crisis que se están cocinando durante el calor de este verano tendrán unas consecuencias devastadoras. La crisis que se avecina será peor y más catastrófica que las de 1929 y 2008 juntas. Será peor que cualquier crisis. Espero que recompongamos el camino. Y ojalá las voluntades políticas y económicas me demuestren que mi previsión estaba completamente equivocada.

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