Año Cero

Una elección crítica

Las elecciones del 5 de junio son clave, ya que en ellas convergen todos los datos de la nueva realidad mexicana que se han ido imponiendo desde 2018.

El próximo 5 de junio las urnas volverán a hablar en seis estados de la República. En dichas elecciones se elegirá una serie de cargos, entre ellos las respectivas gubernaturas de cada una de las entidades involucradas. Ese día, los ciudadanos de dichos estados elegirán a quienes los gobernarán los siguientes seis años. No se trata de una elección más. Tampoco se trata de un cumplimiento del calendario electoral dentro de la normalidad constitucional que marca unos plazos en los que se eligen a los respectivos funcionarios o, en su caso, que marcan su salida. Ésta es una elección clave, ya que en ella convergen todos los datos de la nueva realidad mexicana que se han ido imponiendo desde el hecho increíble que supuso la elección del pasado primero de julio del año 2018. Se trata de unos comicios que se dan después de las primeras elecciones intermedias y que probablemente dirán mucho sobre lo que pueda pasar en 2024. Pero, ¿qué es lo que ha pasado en medio de todo? Ha pasado de todo. Ya no es que se trate de un país diferente –que eso es algo que siempre puede pasar en un proceso electoral–, sino que ya se trata de ser un país que se busca cambiar tanto legal como políticamente.

Hemos llegado a una situación en la que seguramente Antonio de Padua María de López de Santa Anna hubiera envidiado la suerte del que actualmente no sólo funge como Presidente, sino que también actúa como predicador. Un hombre que, a través de las mañaneras, ha conseguido convertir al país en uno de un solo hombre. Un país en el que él es el único que de verdad define y decide las situaciones políticas, sociales, jurídicas y de todo orden en México.

A partir de aquí, después de la elección venidera y tras lo que suceda en los próximos meses, se podrá decir que lo sucedido ya se veía venir. Se podrá decir que todo fue parte de un plan preconcebido, que los chavistas no fueron flor de una noche y que los morenistas siguieron un plan y tuvieron éxito. Pero, al mismo tiempo, también se podrá decir que la oposición fue desastrosa. Que su fracaso fue total. Que a pesar de que aún tenía las condiciones de juego para oponerse, enfrentarse y ganar espacios que aseguraran un balance político en el país que lo alejara del autoritarismo, no fue capaz de lograrlo.

El derecho al cambio es algo que tienen los gobernantes. Es más, las sociedades que evolucionan para bien lo hacen mediante la transición y no por medio de la revolución. Sin embargo, en México tenemos una mezcla muy peligrosa entre revolución, transición y, sobre todo, destrucción de los ejes y pilares que hasta aquí fundamentaron los últimos 30 años de la vida del país.

De todos los elementos que están en juego –con independencia hasta dónde y durante cuánto tiempo se juegue el papel de la oposición o ya los perfiles definitivos de un partido con vocación de único como es Morena–, lo que hay puesto encima de la mesa son dos hechos fundamentales. Dos hechos que cambiarán ya no sólo nuestra historia, sino que dictaminarán el país que les dejaremos a nuestros hijos. El primero es el relacionado con el estado y futuro del Instituto Nacional Electoral. Se mire por donde se mire, el elemento entrañable, la muestra tangible de la victoria de la democracia en nuestro país, está de capa caída y es un elemento a batir. Se trata de una institución que está en riesgo de desaparición simplemente porque no cumple con las condiciones de los nuevos códigos del poder dominante. Tenemos una administración en la que todo se maneja en torno al código que supone 90 por ciento de lealtad y 10 por ciento de eficacia.

Desde la década de los 90, México ha sido un país regido por el éxito de lo que significó crear el Instituto Federal Electoral, que más tarde pasó a ser conocido como INE. Incluso, esta revolución en forma de transición que es la 4T, fue aprobada y aplaudida desde el buen funcionamiento del Instituto Nacional Electoral. Entonces, ¿por qué destruirlo? Por una razón muy sencilla. Porque en los nuevos tiempos –donde lo que importa es la poesía y la lírica, más allá de los datos objetivos del ejercicio de gobernar– es fundamental tener poetas al momento de interpretar las elecciones. No es necesario contar con científicos ni sistemas de control que impidan que un estado emocional termine por arrastrar lo poco que nos queda desde el punto de vista de estabilidad institucional.

El segundo elemento fundamental, el elefante en la habitación, es el encarnado por las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos Mexicanos. Esa institución apreciada todavía por el pueblo mexicano se ha convertido en el principal instrumento revolucionario de la 4T. Cada vez que los civiles pierden un ámbito –ya sea por ineficacia o por la sempiterna corrupción– lo ganan los militares, ampliando de manera muy peligrosa el papel que pueden y deben jugar en la organización de nuestra sociedad. Por definición, las Fuerzas Armadas son una organización absolutamente vertical que confluyen en su cabeza, en su comandante en jefe, y que se les enseña, desde la primera noche que pasan en el Colegio Militar, a obedecer órdenes. No están entrenados para pensar, para preguntar ni para ver –más que en el sentido patriótico más amplio– cuáles son los mejores elementos para preservar la independencia y la unidad nacional.

Un militar no es un político. A pesar de que en la historia reciente de nuestro país, el llamado grupo de los generales de Sonora –compuesto por Adolfo de la Huerta, Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles– dio a luz la consolidación de la Revolución. Hizo falta un hombre de Estado, como lo fue el general Lázaro Cárdenas, para seguir la obra de otro hombre de Estado, llamado Plutarco Elías Calles, para consolidar definitivamente el fin de los caudillajes militares y el nacimiento del Estado mexicano. Un Estado que fue inicialmente apuntalado por Miguel Alemán Valdés.

Los militares votan como personas, pero lo tienen prohibido como institución. Y, sin embargo, con una consumición a ritmo acelerado de la oposición, con una pérdida de identidad y siendo nada más que una fuerza de choque para ocupar puestos, plazas y diálogo político en el partido del gobierno, cada día asistimos al espectáculo de que los militares son menos militares y más civiles. Y repito, ellos no tienen ni los elementos de control ni las reglas de juego que tienen los demás.

No sé cuánto tiempo tardaremos en tener un subgobernador del Banco de México que sea militar. Desconozco cuánto tiempo tardaremos en tener un responsable máximo de la infraestructura del país que forme parte de las Fuerzas Armadas. No sé cuánto tiempo pasará antes de que la política deje de ser de tres colores o banderas y que toda ella se convierta en verde olivo. Pero en eso conviene no equivocarse y tener claro que ésa fue una decisión tomada –y la historia demostrará las consecuencias y costos de ello– por el Presidente. Aunque también fue una decisión que fue posible tomarla debido a la incapacidad e ineficiencia de una oposición que no sabe serlo o que no ha sabido sacar de los muchos errores y fracasos del gobierno actual la raja suficiente como para darle al país otra orientación política.

Desconozco quién ganará el próximo 5 de junio. Sin embargo, sí sé que es una elección crítica. Las encuestas dicen que volverá a ser un nuevo éxito del partido gobernante. Pero, sobre todo y visto lo visto, los próximos comicios electorales serán la prueba evidente del fracaso colectivo que ha significado este tiempo. Ni la oposición por un lado, ni el gobierno absoluto por otro, han sido capaces de generar una agenda de interés nacional que nos una. Y, al final, el único elemento que parece claro en el panorama que habrá antes y después del 5 de junio es la preeminencia de las Fuerzas Armadas sobre todo el proceso electoral.

A partir de este momento, es muy importante tomar nota de con qué instrumentos vamos a seguir haciendo país y, sobre todo, qué clase de país haremos. Porque si la oposición desaparece o queda disminuida –dentro de todas sus separaciones, sus contradicciones y considerando que el partido mayoritario no tiene más eje que la personalidad absolutamente indiscutible del presidente de la República–, el único elemento establizador que nos quedaría en medio de la crisis política sería ampliar el juego y el papel tan importante que ya hoy tienen los hombres vestidos de verde olivo.

Toda esa delegación de poderes y desarme que se está haciendo del Ejército mexicano no puede impedir recordar que la labor primaria de las Fuerzas Armadas es mantener la seguridad del país en todos los aspectos. Tal como van las cosas –habida cuenta que mientras ellos se desarman, los narcos se arman y van constituyendo núcleos de un nuevo orden público en torno a ellos–, tendremos que tomar una muy importante decisión. Y esta decisión consiste en, o nos convertimos en el narco-Estado más perfecto del mundo o bien le devolvemos a los militares una de sus funciones primarias, que es salvaguardar y garantizar la seguridad de los ciudadanos y del Estado mismo.

Con esta situación, con esta asimetría entre el crimen organizado y el poder militar, es difícil predecir qué salida institucional le puede esperar al país. Mientras tanto, conviene no olvidar que Hugo Chávez fue una referencia de lo peor que podía pasar en Venezuela; sin embargo, en México hace mucho tiempo que superamos ese momento. Ahora, lo peor que puede pasar es que el país no tenga más que una salida bélica para separarse de la situación en la que vive.

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