Año Cero

Pruebas de resistencia

Los pueblos debemos decidir entre ser parte de pruebas de resistencia o de trazar un destino propio en el que los valores democráticos y la valía y respeto de nuestros derechos sea el motor principal.

Últimamente ser ciudadanos –estatus que todos tenemos, a pesar de que unos mandemos sobre otros o del hecho que algunos obedezcamos a quienes nos mandan– y lo que implica la práctica, el hecho de vivir y ejercer el manejo ordinario de los asuntos públicos, se ha convertido en una prueba de resistencia. Hace muchos años que es un insulto a la inteligencia la manera en la que se nos presentan determinadas cuestiones o lo que representa el desfase que siempre hay entre la buena voluntad de los humanos y el torcimiento de nuestras acciones cuando tenemos la oportunidad de estar en posición de hacer lo que prometimos hacer y no lo hacemos. Este tipo de acciones, desde el principio, nos acostumbró a aceptar que nadie es perfecto y que al final nadie puede cumplir el 100 por ciento sus promesas. Pero una cosa es tolerar la inevitable y humana imperfección y otra es tratar de luchar una y otra vez contra la realidad.

Joseph Goebbels sabía que cuanto mayor era la mentira más fácil era la posibilidad de que el pueblo se la creyese. El político alemán también nos enseñó que para que las mentiras acaben siendo verdades es necesario repetirlas constantemente, sin permitirse jamás dudar sobre si uno sabía que estaba en lo cierto o no. Para lograrlo simplemente es necesario decir, transmitir y repetir lo que uno piensa o siente en un momento determinado, a pesar de que todo demuestre que nuestro punto o posición es falsa, que se aleja de la realidad o que es lo contrario de lo que se nos prometió. En ese sentido, este extraño año se va despidiendo siendo toda una prueba de resistencia para los pueblos. Necesitamos creer que en algún sitio y en algún lugar hay alguien que sabe lo que va a pasar o tener la más mínima idea sobre hacia dónde nos estamos dirigiendo. Pero la verdad es que aquí, a nivel de tierra y a nivel de lo que vemos, no sólo estamos en medio de la improvisación, la incertidumbre o en medio de un panorama en el que los líderes imponen sus ideas y agendas a costa de nuestra seguridad, sino que estamos siendo testigos de cómo los caballos del apocalipsis se refrescan, se comen el pasto y se preparan para la siguiente carrera con una indiferencia que empieza a ser peligrosa y suicida en todo el mundo.

En la actualidad, y sin excepción alguna, todos los gobiernos tienen una cuenta pendiente con la verdad. El problema es saber qué tan grande o grave es esa cuenta. El problema es –como durante muchos años sucedió en los Estados Unidos de América– determinar si la verdad es verdaderamente el antídoto contra la desviación humana en el ejercicio del poder. Hoy, cada vez que salen y nos hablan de los otros datos –como, por ejemplo, sucede en México– o cuando tratan de explicarnos por qué la corrupción es mala si es ejercida por unos y es buena si la practican otros; cuando nos tratan de explicar por qué hay unos que se equivocan al momento de aportar a la defensa de los valores colectivos, los medios materiales, y hay otros que simplemente son salteadores de caminos, sigue existiendo una discrepancia prácticamente imposible de esclarecer. Aunque el resultado sea el mismo –e independientemente de cuál sea el origen del dinero–, cuando se habla de corrupción lo que hace la diferencia es lo que anida en el corazón y en la razón histórica de quien lo hace. Como resultado de esta confusa distinción, en la actualidad tenemos corruptos de primera y corruptos de segunda. De esta manera tenemos gente a la que simplemente debemos condenar porque no están en la senda de la razón y quienes gozan de una cierta inmunidad moral. Con independencia de lo que hagan y sin distinguir si son corruptos de primera o de segunda, debemos darles un castigo social por pertenecer o representar un mundo caduco que traicionó, engañó y decepcionó a los pueblos.

A pesar de lo que algunos pudieran pensar u opinar, México no es el único país de la tierra donde está pasando eso, pero sí es el único sitio donde es de manera más evidente. Y lo digo porque no todos los países tienen la suerte de tener un presidente que cada día, al menos durante 120 minutos, se dedica a hacer la agenda política nacional y a contestar –según su entender o su conveniencia– las distintas preguntas que va planteando la realidad nacional. Y ya es bien sabido que, frente a discrepancias profundas, es mejor negar rotundamente y mantener el argumento sobre que siempre existirán otros datos. El problema de todo esto es que, si bien los mandatos pasan, los sexenios pasan –ya que al final seis años siempre son y serán seis años–, lo que resulta más difícil de determinar es cuánto tiempo necesitaremos para restañar las heridas y las destrucciones que cada mandato nos va dejando tras su paso.

Se entiende y se comprende que la lucha contra la corrupción sea casi una obsesión nacional –cosa que no sólo sucede en México, sino en muchos otros países que tienen este problema–, pero en lo primero que nos tenemos que poner de acuerdo es en definir qué es o qué significa la corrupción. ¿Sólo cuando el acto no coincide con la ideología del que está mandando en ese momento es corrupción? ¿O también lo es cuando se incumplen las leyes, se usa dinero oscuro y se producen situaciones que atentan claramente las leyes penales del país? Es necesario definir y determinar si estas prácticas, aunque sean para una buena causa, son o no actos de corrupción.

Si uno contempla la historia reciente de América se dará cuenta de que, entre el golpe que acabó con el régimen democrático en Chile y terminó con la vida de Salvador Allende y el golpe que se dio a sí mismo –con gran colaboración de los militares– Alberto Fujimori, hay una igualdad en el sentido de la interrupción constitucional. Sin embargo, entre ambos casos hay una gran diferencia. El primero, el chileno, dio lugar a una dictadura militar. El segundo, dio lugar a una anormalidad civil apoyada fuertemente por las Fuerzas Armadas peruanas en el sentido y con la razón de que la batalla contra Sendero Luminoso y los terroristas se estaba perdiendo por la corrupción del sistema político peruano.

De aquellos polvos vinieron estos fangos. Por una parte se trata de un expresidente que muere –con cáncer incluido– y bajo una pena por crímenes contra la humanidad y con una interrupción de la vida democrática que todavía hoy aparece, colea y da algunas salidas tan extraordinarias como, por ejemplo, la elección del actual presidente peruano. Por la otra parte, la chilena, la aventura militar se estará terminando según sea el resultado de la próxima elección y quién logre ganar la Presidencia. Pero en el caso de que quien se imponga sea José Antonio Kast, es necesario mencionar que yo no creo que los hijos deban pagar los crímenes de los padres. Por muy nazi que haya sido el padre del candidato Kast, el problema no es que su progenitor haya sido un admirador, un seguidor y hasta un combatiente de Adolf Hitler. El problema es para quién combatirá, a quién admira y qué es lo que quiere hacer con las fuerzas actuales, en caso de ganar la elección presidencial en Chile, el abogado Kast.

En cualquier caso, todo lo que está sucediendo en estos países –aunque también en la mayor parte del continente americano– es una muestra extrema pero muy clara, en mi opinión, de la prueba de resistencia a la que estamos sometidos hoy los pueblos. Una prueba de resistencia sobre nuestra paciencia, sobre nuestra inteligencia y sobre nuestra capacidad de tragar ruedas de molino. Pero, sobre todo, son pruebas de resistencia para preguntarnos a partir de aquí, con este panorama, ¿dónde está la posibilidad de desarrollar y refundar soluciones, representaciones, articulaciones y garantías que nos devuelvan, por lo menos, la paz o el derecho para acabar con todo lo que tenemos entre manos?

Los datos –y los otros datos– están muy bien como recurso dialéctico, pero llevar una sociedad que se pelee con la realidad sólo puede tener un final catastrófico. Y eso es algo que debemos evitar a toda costa. Conforme se va acabando el año, es inevitable hacer un balance que nos permita tan siquiera tener un vistazo sobre dónde estamos y hacia dónde vamos. En la culminación de este año tan extraño, tan a salto de mata y tan raro, es inevitable que las situaciones que se desencadenen a partir de aquí sean mejores. Dicho esto, ha llegado el momento en el que los pueblos decidamos si queremos seguir siendo parte de pruebas de resistencia o si ha llegado el momento de trazar un destino propio en el que los valores democráticos y la valía y respeto de nuestros derechos sea el motor principal.

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