Año Cero

El calambrazo

Desde que se firmó el TMEC estaba claro que más pronto que tarde el tema energético terminaría siendo una bomba de tiempo.

La visita del embajador de Estados Unidos, Ken Salazar, a Palacio Nacional es algo que, dada nuestra historia –y sobre todo la enorme repercusión de nuestra relación bilateral– tiene siempre una importancia por encima de la visita de cualquier otro representante diplomático. Los más de tres mil kilómetros comunes de frontera y nuestra condición de en este momento ser los principales socios comerciales de los estadounidenses hacen que esta cercanía que vaya más allá de lo territorial y que incluso llega a lo ideológico hacen que la relación entre México y Estados Unidos sea algo inevitable, necesaria, aunque también en muchas ocasiones problemática e incluso indeseable.

Desde que se firmó el TMEC estaba claro que más pronto que tarde el tema energético terminaría siendo una bomba de tiempo. El TMEC no derogó por la vía de derecho –aunque tampoco por la vía de hecho– las consecuencias que heredó la administración del presidente López Obrador, pero también las administraciones estadounidenses como la de Donald Trump y la del presidente Joe Biden, los efectos de la llamada reforma Peña Nieto.

Como una vez dijera el antiguo jefe de la Oficina Presidencial, Alfonso Romo, frente a este asunto –sin duda alguna delicado e importante– y en el que la situación tiene un papel decisivo sobre cómo van a ser nuestras relaciones a partir de aquí. La fórmula Romo era muy sencilla: ‘cumplir los contratos’. Hay inversiones, hay contratos, hay leyes –o las había u otras leyes que se están cambiando– y en este punto es necesario mencionar que nadie le niega a los países sus cambios de rectificaciones políticas en función de la formaciones o las elecciones. Cada nación tiene la facultad de elegir –por decisión propia o imposición– a sus propios dueños del poder. A quienes, con su voto, deciden el devenir tanto ciudadano como nacional. Pero, al mismo tiempo, es evidente que la situación que se ha creado de confrontación tenía que llevar a un escenario como el que ya se alcanzó la semana pasada.

Los Estados Unidos de América –defendiendo sus intereses, el espíritu y la letra de lo firmado en el TMEC– están preocupados por la evolución y de lo que podría llegar a significar la aprobación de la contrarreforma energética.

En muchos términos tiene una simplificación que, o se presenta con un objetivo simple móvil y en cierto sentido noble que pudiera ser el hecho de recuperar la soberanía sobre el principio de la reelaboración de una reforma eléctrica en la que se pudiera reubicar la situación. Un hecho que llevaría a que, por ejemplo, la Comisión Federal de Electricidad se convierta no sólo en la primera generadora –claro, contemplando que tuviera el dinero y la capacidad financiera y hasta incluso técnica– sino que sobre todas las cosas con la contrarreforma se produce un aborto completo de lo que hasta aquí ha sido las principales líneas de, primero, la separación de todas y cada una de las alternativas de las llamadas energías limpias; y segundo, y más importante, en la concentración de todo el poder de decisión no en términos de control ni de ordenación, sino de decisión total para poder establecer un modelo eléctrico donde las empresas privadas no es que tendrán encargadas la posibilidad de hacer lo imposible, sino que se pudiera establecer un modelo viable y funcional. Un modelo en el que, más allá de apostarle por lo renovable y por las energías limpias fuera capaz de satisfacer la demanda energética de nuestro país y –de paso y en medida de lo posible– contrarrestar todo el daño medioambiental causado por tantas generaciones. Es momento de que México se atreva a dejar a un lado el monopolio de distribución y generación –sobre todo eléctrica– y se atreva a dejar atrás la hegemonía de los combustibles fósiles y dar un salto hacia delante a un mundo nuevo. Un mundo desconocido en el que, sin que el Estado mexicano pierda la soberanía sobre el control energético, se podría llegar a encontrar más beneficios que pérdidas.

Más allá de los arbitrajes y pleitos –en los que sin duda alguna vamos a acabar involucrados en caso de que esta reforma se llegue a aprobar– lo más importante no es sólo que no se vayan a cumplir los tratos con las empresas que apostaron al amparo a la legalidad vigente. No, lo que de verdad importa es que las especialidades y la definición del modelo energético ha sufrido tales cambios que –en contra de las corrientes internacionales y mundiales– hemos optado por que lo primero que tenemos que hacer para garantizar ese hiperdominio del Estado es eliminar los instrumentos reguladores intermedios.

Nadie necesita una Comisión Reguladora de Energía ni unos factores intervinientes que ordenen un mercado que es indeseado, que no se va a hacer nada porque se produzca y que –en cualquier caso– ya nace con unas reglas de juego únicas establecidas en manos del responsable en turno que a partir de aquí pudiera llegar a tener CFE.

Con independencia de la simplificación de la recuperación de la soberanía que todo el mundo entiende grosso modo, este es un tema en el que política y técnicamente tiene tantas complejidades que al final hay que encontrar la manera de saber no por qué la decisión presidencial de imponerlo a sangre y fuego es tan importante. Sino el porqué el hecho de que eso pase va a significar un cambio radical de nuestras condiciones en relación con nuestro papel y a la verdadera posibilidad de mantener los acuerdos establecidos en el TMEC.

En caso de no hacerlo correctamente, se corre el riesgo de electrocutar toda la relación. Pero, además –y suponiendo que CFE valga el echar por la borda un tratado como el TMEC– supongamos que pese a todo decidamos suicidarnos sobre el modelo que tenemos y le apostamos todo a la carta de la presentación enviada por CFE, es decir por el gobierno a la Cámara de Diputados. El gran problema que en este caso tendremos es que con esa decisión no solamente metemos un palo en la rueda de las llamadas energías limpias, sino que condenamos a los otros dos países miembros del tratado –Canadá y Estados Unidos– a vivir en un contrasentido de denuncias permanente. Y es que, si bien es verdad que las centrales están en nuestro territorio, también es verdad que los aires pueden llevar a la destrucción ecológica que nosotros hagamos por nuestras opciones de consumir determinados elementos fósiles para generar electricidad, trasladando el error, nuestra elección o el contrasentido de ir frontalmente contra las energías limpias a todos y cada uno de los bosques, territorios, mares y ciudades a través del aire de nuestros vecinos.

Nadie sabe qué pasará. Lo que sí es que ya empezamos a entender que la solución no será nada fácil, pero, desde luego, que a raíz de esto que nadie espere una victoria contundente. Sobre todo, es importante que no se tenga la idea que esto tendrá como resultado un triunfo en términos de recuperar la soberanía a través de la contrarreforma energética. Primero, porque esto no es verdad. Segundo, porque ese reciente descubrimiento de la soberanía nos va a costar el papel y el rol de México en el mercado global y en su poder de decisión en América del Norte.

Mientras tanto y como en política todo sirve para algo, hay una empresa que –al margen de la estatal– ha conseguido los más altos niveles de generación, Iberdrola, que sirve para que ajustemos los kilovatios y la historia. Al mismo tiempo que ordenamos y que los expulsamos de facto del mapa energético nacional, es como si estuviéramos aprovechando para empezar a cobrar la cuenta pendiente de aquella tarde en la que Hernán Cortés se atrevió a secuestrar a Moctezuma.

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