Año Cero

2021: septiembre negro

Este ‘septiembre negro’ hemos roto una serie de amarras que nos sitúan en medio de un océano bajo la tormenta perfecta.

El primer día del mes de septiembre de 1939 fue el día en el que estalló la Segunda Guerra Mundial. Septiembre Negro era el nombre de uno de los más temibles grupos terroristas liderado por la organización palestina Al-Fatah en la década de los años 70. Viendo al futuro, me pregunto cómo es que se analizará y calificará el septiembre de este año 2021. Un mes que –además de marcar el comienzo del otoño, de destacarse por desprendimiento de las hojas y por ser el inicio de una nueva situación anímica– en este año coincidió con la celebración del Bicentenario de la Independencia, con el festejo de la entrada del Ejército mexicano al Zócalo para dar fin a la guerra contra los españoles. Este mes me gustaría catalogarlo como septiembre negro, entre otras cosas, porque la historia ya nos recordará que en este año –a pesar de que sus primeras acciones se desarrollaron en agosto– los talibanes volvieron a ganar una guerra que habían perdido hace 20 años tras el mayor desafío y atentado jamás perpetuado en contra de los Estados Unidos de América.

Creo que el nombre de septiembre negro es ad hoc ya que, aunque hubiera muchos planes de retirar el Ejército estadounidense de Afganistán, increíblemente lo que nadie hizo fue la previsión del impacto psicológico que tendría –tanto en los soldados como en la población de Estados Unidos– el regreso a casa de sus tropas. Un regreso que se da 20 años después de la primera intervención y que viene acompañado de la sombra que significa haber perdido miles de soldados en batalla y del hecho de haber desperdiciado trillones de dólares. Y todo para que –20 años después– regresaran al punto de partida, dejando a los que habían permitido el surgimiento y desarrollo de Osama bin Laden que vuelvan a cortar manos o a colgar cadáveres por las calles de Afganistán.

Lo llamo septiembre negro porque, inevitablemente y siendo consciente de que la memoria nos juega malas pasadas, es fácil recordar que en el pasado hubo un presidente demócrata que sustituyó a Gerald Ford –tras las mentiras de Richard Nixon– que se rodeó de un gran equipo de jóvenes bien intencionados y llenos de amor y simpatía hacia el mundo. Ese expresidente sigue vivo, con 97 años, y se llama James Earl Carter. El trigésimo noveno mandatario estadounidense contó con un equipo que, en teoría, sería digno de haber formado parte del gobierno de John F. Kennedy, pero que –debido a la naturaleza del mundo y a su inexperiencia como consecuencia de su juventud– fue durante la administración y gestión de este grupo de jóvenes que el ayatolá Jomeiní logró llevar a cabo la Revolución Islámica en Irán en el año 1979. Un hecho que ha tenido un impacto irreversible desde que fue producido hasta nuestros días.

En las Américas, este septiembre será la vuelta no de un Juan Velasco Alvarado al frente de Perú, ni el de un populista, sino que, mucho más que eso, este mes marcó la llegada de populista reivindicativo –con los pies clavados en la historia indígena del país– y queriendo jugar a redescubrir formulas modernas. Unas fórmulas donde se mezcla lo incaico con el descubrimiento de que al final del día –dada la situación de injusticia social predominante en las Américas– grupos terroristas como Sendero Luminoso son la prueba viva del fracaso estructural de países como Perú.

Septiembre negro porque se acabó la aflicción de la América arruinada, ésa que no ha tenido éxito de administrar ni Argentina, ni Venezuela, ni Perú, ni países que pasan situaciones similares y en los que el amanecer parece estar cada vez más lejano. Una América en la que un presidente decidió reunir a una congregación de líderes, con el presidente de Cuba a la cabeza, para la celebración de sus fiestas patrias. El festejo independentista no fue una reunión de club de perdedores. Es una reivindicación –como si se tratara de un poema de José Larralde– que sirve para recordar que el sur también existe y que abajo, muy abajo, se está más cerca de las raíces.

Queriéndolo o no, septiembre marcará un hito en la relación bilateral entre México y Estados Unidos. Sin mala voluntad o con gran perspicacia política, se ha apostado por tratar a Estados Unidos como un país de perdedores. Desde mi punto de vista, eso es algo muy peligroso, ya que lo único que se mantiene intacta con el paso de los años es la capacidad de destrucción que siguen teniendo los Estados Unidos de América. No hay que olvidar sus más de 800 instalaciones militares distribuidas alrededor del mundo bajo una estructura que sólo se podría asemejar a la establecida en su momento por el Imperio romano. Sin embargo, y a pesar de ser consciente de ello, en la pronunciación del discurso en el desfile militar con motivo del Día de la Independencia, el presidente de México reivindicó el nacionalismo, su derecho al sueño y se reunió con los suyos. Y lo hizo mandando al antiguo secretario del Interior y el nuevo embajador de Biden, Ken Salazar, hasta la última fila de la representación de las autoridades.

El pasado viernes en México se celebró una reunión en la que, más allá de las declaraciones oficiales y de lo que quieran decir las respectivas autoridades tanto mexicanas como estadounidenses, de lo único que hay que fiarse es de qué es lo que se le está escapando al presidente mexicano. En esta reunión estuvo presente el secretario de Estado de Estados Unidos, Antony Blinken, quien vino acompañado por el fiscal general y por el secretario de Homeland Security, y el objetivo fue tener una conversación sobre temas de seguridad con el gobierno mexicano. Se buscó la manera de lidiar con un concepto nuevo de seguridad que –con diferencia a los anteriores– cuenta con la política de ‘abrazos y no balazos’ y con la supremacía, desarrollo y adaptación civil del crimen organizado ganando elecciones.

Se esté donde se esté, todo es difícil. Nunca pensamos que nos tocaría vivir lo que estamos atravesando. Pero la verdad es que las consecuencias de lo que pasó en septiembre y en los primeros días del actual mes nos acompañarán durante muchos años. Sobre todo porque, repito, más allá de las palabras están los hechos y éstos son que –independientemente de los deseos o preferencias individuales– en 2018, México, Canadá y Estados Unidos firmaron un tratado que se conoce como TMEC. Los hechos son que en este tratado están consolidadas y garantizadas determinadas libertades empresariales. Los hechos también son que los tres gobiernos se comprometieron por igual a crear las condiciones necesarias para que existiera una libre competencia en todas las actividades económicas incluidas. Que yo sepa, en ningún momento México introdujo una cláusula de salvaguarda explicando que participaría en todo menos en el tema energético. Nunca mencionó que se reservaba el derecho de manejar y regular la energía como quisiera y con independencia de lo que dijeran los otros dos miembros del tratado.

Los cambios y reformas propuestas al sector eléctrico son otro hito de ese septiembre negro que termina y de este octubre de incertidumbre que inicia. No solamente porque con los cambios y reformas se está atacando a las inversiones ya realizadas, sino porque, visto con perspectiva, son modificaciones de ley que sólo hubieran funcionado antes, en la época previa a que los mercados estuvieran globalizados. Antes de las unificaciones energéticas, de la búsqueda de energías renovables y del descubrimiento de la crisis climática y de su combate. Si la reforma se aprueba –que tengo pocas dudas de que lo harán–, eso significará la ruptura del TMEC, pero, sobre todo, será un punto y aparte definitivo. De aprobarse se confirmará que, en temas energéticos –como también lo ha hecho en otros temas–, México tomó la decisión de dar un salto hacia atrás. Un salto que lo haría reencontrarse y abrazar la época en la que Adolfo López Mateos era el presidente del país.

Pareciera como si todos los avances comerciales, tecnológicos e incluso sociales nunca hubieran llegado a México. Estamos en un punto en el que la lucha contra la corrupción, la impunidad y el derecho sacrosanto a la soberanía dada a una persona por 30 millones de votos –que no deja de ser un hecho histórico– permite no sólo reescribir la historia, sino también negar la realidad. Es como si se estuviera partiendo de cero y como si lo que pasó ayer nunca hubiera existido. Veremos si la historia también califica el septiembre que acaba de pasar como un mes negro. A mí me parece que ahora sí ya hemos roto una serie de amarras que nos sitúan en medio de un océano bajo la tormenta perfecta. Quiero equivocarme. Ojalá me equivoque.

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