Año Cero

La aplastante soledad del líder

A todos nos falta mucho estudio, conocimiento y reflexión sobre quiénes son, cómo son, qué es lo que piensan y qué es lo que quieren los chinos y Xi Jinping.

Estos son malos tiempos para ser líder de un país, de un partido político o de cualquier situación relacionada con la política y su práctica. Por un lado, la gente –como siempre lo ha hecho a lo largo de la historia– está deseando que alguien se haga cargo del riesgo que supone la solución y que marque o clarifique la dirección a seguir. Por otra parte, las personas están dispuestas a seguir a su líder, aunque hasta cierto punto. O, mejor dicho, la gente está dispuesta a seguir a sus líderes hasta el punto en el que estos personajes y sus acciones coincidan con sus estómagos, sus bolsillos y sus necesidades más primarias. Hace mucho tiempo que comprendimos que el desarrollo de algunos de los valores esenciales de la vida –como en ocasiones puede ser el patriotismo o la capacidad de sacrificio– estaban vinculados o dependían del cumplimiento de las necesidades básicas de los seres humanos.

Estamos en un momento de la historia en el que el mundo viene de un liderazgo errático, incomprensible, lleno de gritos y de ladridos en forma de mensajes publicados en Twitter. Un liderazgo caracterizado por un pelo y un peinado que hasta el día de hoy siguen siendo la principal incógnita de la administración de Donald Trump. Todo lo demás estaba claro, se trataba de la representación de un niño rico y malcriado que en muchas ocasiones logró salirse con la suya por medio de hacer berrinches, de tomar ventaja aprovechando los huecos de las leyes y con una cultura que no provenía de Harvard, Yale o de la ENAC francesa. La cultura y experiencia de Trump se forjó negociando con los sindicatos de la construcción en Nueva York, lugar donde –como dicen las películas y aunque esto no se vincula directamente con él– muchos de los edificios tienen en sus cimientos los restos de los disidentes.

En la actualidad, los liderazgos están más presentes que nunca. Observen ustedes el caso de Donald Trump, de Vladimir Putin o el caso de Andrés Manuel López Obrador. Salvo por el caso de Putin, estos son líderes que se caracterizan por ser increíbles. Los actuales son también liderazgos unipersonales. Esta no es como la época de Hugo Chávez o de Fidel Castro, en el sentido de que actualmente los regímenes no son construidos. No se trata de un tiempo en el que un grupo se hace con el poder; actualmente este tipo de liderazgos están representados por personajes que lo saben y lo tienen todo. Da igual que sea de día o de noche, estos líderes son hombres solitarios y sobre quienes todo el Estado bascula. También, quiero pensar, son líderes que no obedecen a la condición que a cualquier ser humano le pasa, que es ser víctima de sus debilidades, caprichos o temores.

No hay un código o manual que enseñe cómo ser un buen líder. No se estudia en ningún sitio ni nadie te otorga un título que valide tus capacidades. Sin embargo, en estos momentos en los que es necesario contar con referencias de liderazgos eficientes o bien gestionados, me gustaría traer al presente la memoria de quien para mí es el líder más completo del siglo 20. Un líder cuyo legado permea cada día más y con mayor fuerza, coherencia y rotundidad. El camarada Mao Tse Tung tenía una sonrisa curiosa, era un hombre que, si bien podía llegar a tener la complejidad de un intelectual bien informado y preparado, al final –como les sucede a otros gobernantes– era un hombre intuitivo, proveniente y creado entre el campo y las trincheras. En él no había término medio entre la cosecha y un rifle kalashnikov. A Mao le costaron más de 40 años de lucha para lograr consolidarse en el poder. El primero de octubre de 1949 fue el día en el que llegó a la cima del poder de su país, dando nacimiento a la República Popular China.

Mao gobernó China por más de 25 años con un éxito indiscutible. Aprendió de Iósif Stalin que no hay que matar a muchos, sino que hay que saber matar. Pero, sobre todo, Mao logró llevar a cabo el importantísimo proceso de reeducar a su pueblo. Fue un hombre tan sensato que comprendió que un personaje como el último emperador de China, Puyi –quien además fue el principal artífice de la creación de Manchukuo y de su desastroso desenlace–, como mejor le serviría sería como jardinero del Centro Nacional del Jardín Botánico de Beijing.

El Libro rojo de Mao sigue teniendo vigencia, tanta como la tienen algunos capítulos de El príncipe de Nicolás Maquiavelo. En su libro hay principios que todo aquel que esté en combate y busque salir victorioso no debe olvidar. El más importante de ellos fue explicar que cuando uno es perseguido es mejor esconderse hasta reunir las fuerzas requeridas. Y después, llevar a cabo lo que bien dijo: “Cuando ellos descansan, yo ataco”. El de Mao fue un liderazgo que se basó en el aprovechamiento integral no de un seguimiento ciego –como, por ejemplo, el efectuado por los samuráis japoneses–, sino que fue un liderazgo que aprovechó al máximo y usó a su favor todas las debilidades del enemigo. Con la sonrisa de Mao, sin que ni China ni el mundo entendiera muy bien la Revolución Cultural y tras la venganza del gran líder chino contra los suyos, llegamos a la situación actual.

Los claroscuros de la figura de Mao son tan impresionantes como la consecuencia de su obra. Como pasó en el caso de Iósif Stalin, no hay una estadística sobre cuántos millones de muertos costó el maoísmo. Pero lo que sí es cierto es que, de ser un país anclado casi en la época medieval –con todos sus procedimientos anticuados y con una estructura cercana a la esclavitud–, el Partido Comunista chino tuvo un dominio absoluto. Sin embargo, pese a sus contradicciones, el maoísmo logró que hoy China sea ex aequo –junto con Estados Unidos– la primera potencia económica del mundo. En ese sentido, el gran triunfador como líder –por encima de todos los demás– es Mao, ya que 100 años después su Partido Comunista chino no solamente no ha perdido vigencia, sino que está directamente identificado como una de las causas del desarrollo imparable de la nueva China.

Actualmente, hay miles de chinos que desde sus primeros años de vida están estudiando inglés. Contrario a esto, hoy son muy pocos –se pueden incluso contar en pocos cientos de miles– los que estudian mandarín. Los chinos no tienen ningún interés sobre que el mundo les entienda. Sin embargo, los chinos –como sucede con sus inversiones– tienen todo el interés en seguir trabajando hasta que nos entiendan y nos dominen por completo. Pero en esta escuela de liderazgo, en esta recomposición del mundo del siglo 21 y en medio de la incertidumbre sobre qué es lo que pasará a partir de este momento, es importante recuperar lo que verdaderamente significó la Revolución Cultural.

Al final, la Revolución Cultural no fue nada más que la venganza de Mao sobre los suyos. Lo fue porque algunos –como fue el caso de Deng Xiaoping y de otros históricos como Lin Biao– desde el Comité Central del Partido Comunista se atrevieron no a ponerlo en duda ni a discutir las tesis del camarada Mao, sino a tener y llevar a cabo una práctica política distinta a la suya. Y Mao –casado por segunda vez con una esposa activista que buscaba reescribir la historia– se puso a jugar y a recibir el homenaje enloquecido por parte de las juventudes y de los guardianes rojos, quemando en el proceso toda China. De los líderes modernos, de los unipersonales, de esos que no tienen gobiernos ni partidos y que al amanecer sólo les importa lo que ellos piensan, hay que aprender la lección sobre que –más pronto que tarde– estos terminan vengándose de los suyos. Los que están en medio importan poco.

La semana pasada se cumplieron los primeros 100 años de existencia del Partido Comunista chino. Un partido basado no sólo en la Larga Marcha, en la Guerra Civil inagotable, en el hambre o en todos los sacrificios de un pueblo, sino que es un partido que se desarrolló e instituyó bajo la certeza de que su suerte histórica podría cambiar. El Partido Comunista que bajo el liderazgo de personajes como Mao u otros ha alumbrado a China por tanto tiempo, es un partido hecho sobre la base de lo que hasta este momento ha caracterizado mejor a China: la Gran Muralla. Esta estructura de más de 21 mil kilómetros de longitud es la mejor prueba sobre que China, más allá de ser un país conquistador, siempre se ha caracterizado por ser una nación permanentemente invadida. Por eso sorprende que en el mismo momento en el que el país escala una posición en la que nunca nadie imaginó que lo haría –ni en el tiempo ni cómo lo ha hecho–, el discurso del presidente Xi Jinping, sobre todo, hable de no volver a permitir la opresión china. China representa el éxito del esfuerzo, del sacrificio y de lo imposible. Pero también es un país que vive bajo una contradicción extrema. China es el país más rico, más capitalista y salvaje. Y, además, es el mejor país comunista del planeta.

En la relectura que implica saber cómo tratar a China, hay que ser conscientes de tres cosas. Primero, China nunca fue una potencia hegemónica que buscara conquistar el mundo, de hecho, lo que mejor simboliza a esta nación es estar defendiéndose constantemente del ataque de sus enemigos. Segundo, esta es la primera ocasión en la que los chinos son –de manera incontestable– los líderes absolutos, no espirituales ni recurriendo a las enseñanzas de Confucio, sino en un sentido material y político del mundo actual. Su fórmula ha resultado ser la más exitosa.

En su consolidación como líderes, el Partido Comunista no cayó y lograron posicionarse como el país más rico del planeta y en el sitio donde más billonarios habitan. Además del hecho de que China es la nación más uniformada y controlada del mundo. En China, hasta el Covid-19 se aplaca y se comporta. Mientras que el resto del mundo sufre y batalla con el surgimiento de las nuevas variantes del coronavirus, los chinos han logrado hacerle frente al Covid-19 y todas sus manifestaciones de manera exitosa. Al parecer, China ha logrado descifrar la fórmula para controlar y erradicar cualquier representación del virus que sigue amenazando y atacando a todos los demás países del planeta.

En medio de todo esto no hay que olvidar el hecho de que el presidente de China, Xi Jinping, sólo tiene un modelo, que no es Deng Xiaoping, ni es la evolución o la guerra contra el culto a la personalidad. El gran ejemplo del actual mandatario chino es un líder que logró ponerle fin a la Guerra Civil china y que el primero de octubre de 1949 entró triunfalmente a la plaza de Tiananmén para instaurar la República Popular China, que sigue vigente hasta nuestros días. A pesar de ello, no creo que Xi Jinping llegue a crear Banda de los Cuatro ni que propicie las condiciones que terminaron por desatar la Revolución Cultural. Sin embargo, lo que sí creo es que a todos nos falta mucho estudio, conocimiento y reflexión sobre quiénes son, cómo son, qué es lo que piensan y qué es lo que quieren los nuevos amos del mundo y de su líder, los chinos y Xi Jinping.

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