Año Cero

Democracia, especie en extinción

La esencia de la democracia radica en que lo que pasó un primero de julio –o cualquier otro día– no es para siempre.

Democracia. Según la etimología griega, demos significa pueblo y kratos significa poder. El poder del pueblo. A nadie, ni a los griegos ni a los romanos ni a nadie nunca se nos aclaró que los pueblos son volubles y cambiantes. Por eso, el poder de la democracia depende del hecho que, de tiempo en tiempo, se pueda cambiar. Si lo haces bien, te mantienes en el poder. Si lo haces mal, pero eres capaz o tienes la habilidad de transmitir que lo estás haciendo correctamente, también te quedas. Por el contrario, si lo haces mal y la gente es consciente de ello, el mismo pueblo que te eligió, te despide.

La esencia de la democracia radica en que lo que pasó un primero de julio –o cualquier otro día– no es para siempre. Su base descansa en el hecho de que el poder sólo dura lo que dura o tiene que durar; es decir, tiene una vigencia. En el caso de la representación legislativa el mandato es por tres años, mientras que en el caso del poder presidencial la duración es de seis años. Con un hecho de origen absolutamente irreprochable y democrático, ¿es legítimo cambiar la esencia de la democracia? Estamos en un punto que muchos países ya lo han vivido. La democracia es un ser vivo. No es una plaza fija, ni es un derecho. La democracia es como una encuesta, como la fotografía de un momento. El cambio es una constante de la vida del ser humano. Cambiamos, todos cambiamos. Por eso, querer aprovechar una fotografía, un momento, una ensoñación, un amor o una convicción para cambiar las reglas del juego está mal, es incluso antidemocrático. Hoy el mundo es una incógnita pegada a una pandemia y esperanzada en una vacuna, pero lo que es verdad es que el procedimiento que elijamos, que tengamos y que queramos instituir para elegir a nuestros gobernantes, es esencial y es una cuestión crítica.

Nos vamos acercando al día decisivo. Hay quien piensa que tanta tensión y tanto descalificar a los árbitros solamente se debe a una razón. Esta razón radica en el hecho de que es posible hacer lo que haga falta con tal de contar con un argumento que pueda explicar la suspensión del proceso electoral, aplazarlo y –cambiando la Constitución y las leyes– estar en una posición que le favorezca o vaya de acuerdo con sus intereses. Sin embargo, esa posible situación o escenario hipotético es sumamente preocupante. Son teorías, pero en algunas ocasiones las peores teorías que se gestionan en los cerebros humanos terminan por convertirse en realidad. Por eso, al día de hoy, en este momento en el que queda poco más de un mes para que llegué el día de las elecciones en México. Para que llegue el Día D y el desembarco de la democracia se produzca, es importante saber en qué territorio estamos jugando.

Si usted se fija bien, lo menos relevante de la contienda electoral es el mensaje de los partidos políticos, mientras que lo más importante es la interpretación de la pureza democrática. En una esquina del cuadrilátero se encuentran las autoridades elegidas para regir el Instituto Nacional Electoral. En la otra esquina se encuentra la bendita, sabia –mas no incontrovertible ni eterna– voluntad del pueblo. Es un juego de legitimidades, sólo que en este caso la única legitimidad que está por encima de la que ampara a ambos es la posibilidad de poder cambiar. La posibilidad de rectificar y la posibilidad de que el pueblo pueda argumentar que, a pesar de que en una ocasión tuvo la capacidad de elegir a su líder, al día siguiente también es capaz de rechazarlo.

Hoy, tal como están las cosas, es muy fácil apostarle al fracaso de los Estados. Mientras escribo esta columna estoy en Europa y me asombra el hecho de que este continente no arda ante el fracaso colectivo de sus gobiernos. Tantos impuestos, tantos cargos y tanto dinero gastado y, a pesar de ello, no son capaces de vacunar a sus pueblos. Pero lo más importante de todo es que –a pesar de la inactividad y falta de eficiencia para inmunizar a las poblaciones– Europa no arde.

En Europa los contribuyentes pagan, en forma de impuestos y demás herramientas recaudatorias, aproximadamente 40 por ciento de sus ingresos a sus Estados. La pregunta es, ¿si no son capaces de administrarles un simple pinchazo para salvarles la vida, para qué sirve pagar ese 40 por ciento? Sin embargo –y lo que es peor–, hay sitios en los que ni siquiera llegamos a las jeringas ni a las vacunas. Y ante ello la verdadera cuestión es si –a pesar de que no paguemos las cantidades tan altas como se hace en Europa o que, incluso, en ocasiones ni siquiera le paguemos al Estado–, considerando todo esto, es necesario determinar si es justificable el hecho de que matarnos sea gratis.

Entre las muchas funciones de los gobiernos, una de sus principales responsabilidades es mantenernos con vida, seguros y que, ante cualquier peligro o amenaza, nos defiendan. A este respecto es necesario aclarar que es igual la gravedad del crimen por ser asesinado en Celaya al hecho de perder la vida por no haber recibido la vacuna a tiempo. Los Estados están de capa caída. Han fallado. Nos han fallado. Le han fallado a sus pueblos. Es posible que haya llegado el momento del gran cambio. Pero el principal problema radica en saber por dónde empezar. Una buena opción para iniciar es prescindir completamente del ejercicio de preguntarle al pueblo –a veces sabio y en ocasiones voluble y engañado– qué es lo que quiere e ir directamente a la elección de lo que nos parece mejor o lo que se considera mejor.

Los Estados están en una profunda crisis. Además, es necesario sacar las cuentas de esta situación y cobrárselas a la pandemia. Sin embargo, no todas las cuentas tendrán que ser pagadas únicamente por la pandemia. Y aquí quiero establecer una diferencia clara. Winston Churchill solía decir que “la democracia es el menos malo de los sistemas políticos”. Yo creo lo mismo. Con todo y todo, con los errores, con las locuras y sin olvidar hechos como lo que supuso que a Adolf Hitler también lo eligieran democráticamente, lo que es evidente es que la democracia sigue siendo el menos malo de los sistemas. El problema es sobre cuándo y cómo le enseñamos a los gobernantes que la democracia es un valor que fluye, que no se queda y que no importa cuánto éxito democrático alcances un día, eso no te da permiso para darle una patada a la mesa o para llevar a cabo todo tipo de ocurrencias.

La democracia es útil mientras su proceso se mantenga. Es decir, el ejercicio democrático sólo sirve en la medida en la que se respete su ciclo, mismo que radica en el hecho de que una elección –después de un determinado tiempo– tiene que ser precedida por otro proceso electoral. De lo contrario, si usas una elección para que no haya más procesos electorales, significa que estás acabando con la democracia.

No quiero ni pensar ni idear un panorama en el que la pandemia nos destruya, ya que contra eso no puedo hacer nada; pero lo que sí puedo evitar es que se destruya la democracia. A este respecto, por lo menos quiero decir que el problema no sólo es ir a votar contra que quien cree que la democracia es para siempre, sino que es un problema cultural y político el enseñar que el truco de la democracia –insisto– es que se pueda seguir siendo demócrata; es decir, votando y opinando sobre cómo nos administran. Son tiempos para la supervivencia, tiempos para reformar y cambiar los Estados. Pero también son tiempos en los que, si liquidamos la democracia –entre la dictadura del miedo, de la pandemia y ante la desaparición de los valores democráticos– ya habremos caído en la dictadura total.

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