Año Cero

Los restos del naufragio

En estos tiempos de dificultad, no sólo es que la verdad esté secuestrada –cosa que normalmente suele suceder–, sino que en estos momentos hasta la muerte está secuestrada.

No sé qué resulta más trágico, si la cara desconcertada de los dirigentes del mundo prometiendo soluciones que no tienen o una sociedad impregnada por el miedo colectivo y con el terror de que la última cláusula del oficio de vivir, que es perder la vida, se cumpla. Realmente, como no estábamos allí ni existían medios de comunicación con las tecnologías y capacidades actuales, resulta difícil saber cómo verdaderamente se vivieron las crisis de las primeras pandemias como fueron la peste negra o la gripe española. Pero lo que es claro es el hecho de que lo que actualmente está sucediendo en el mundo en el que nos estamos desenvolviendo, es aterrador. Existen datos que, inevitablemente, tenemos que empezar a sumar uno detrás de otro. No tanto como el reflejo de este momento en el que, una y otra vez, vamos desenvolviéndonos en una especie de efecto mariposa y en el que el aleteo o la posibilidad de tener una reacción adversa al recibir cualquiera de las vacunas, la esperanza se va desvaneciendo. Cuando empecemos a dividir el mundo entre vacunados y no vacunados será indispensable recuperar las líneas de lo que conocimos antes de esta época. Y es que cuando esto suceda, inevitablemente tendremos que establecer y desarrollar las bases para poder construir el mundo pospandémico.

En estos tiempos de dificultad, no sólo es que la verdad esté secuestrada –cosa que normalmente suele suceder–, sino que en estos momentos hasta la muerte está secuestrada. Si usted se da cuenta, desde que existe el Covid-19 pareciera que muy pocas personas mueren a causa de un infarto, de cáncer o de diabetes. En la actualidad las únicas muertes que parecen importar son las que produce esta pandemia. Esto es entendible desde el nivel y la capacidad de contagio que tiene el virus nacido en Wuhan, China, pero, sobre todo, por la incapacidad que tenemos para defendernos ante este virus. A pesar de contar con la certeza de que en algún punto todos moriremos, este enemigo que vive dentro de nosotros constantemente se encuentra al acecho y es capaz de ir y venir por oleadas, como si se tratara de un tsunami gigantesco. El Covid-19 ha sido capaz de quitarnos la tranquilidad, la certeza, la seguridad, la libertad, pero, sobre todo, la capacidad de retrasar la conclusión de nuestras vidas.

Mientras tanto, mientras luchamos contra todo esto y mientras tenemos que decidir si vamos a ser capaces de vivir o no en un mundo donde la línea de separación vital sea entre aquellos que han sido inmunizados por una vacuna y aquellos que no –estableciendo criterios de selección en función de quiénes han podido acceder a las vacunas– tendremos que definir cuán viable es tener un mundo con las condiciones morales establecidas hasta el momento. Con respecto a esto conviene ir viendo el verdadero daño, respaldado por los números y las estadísticas, que ha causado la crisis, sobre todo porque –como sucedió con los sobrevivientes de los campos de exterminio de los nazis, donde el problema no fue no haber muerto en Auschwitz, sino haber sobrevivido a esta desalmada experiencia– tendremos que ver si seremos capaces para reenganchar la vida.

Los datos sobre el coste de este primer año del Covid-19 dan las estructuras de un mundo por inventar. Un mundo en el que, para empezar, realmente más o menos la mitad de la población tendrá que acostumbrarse a vivir en un circuito cerrado, donde su sistema de vida no consistirá en levantarse por la mañana, acudir a su centro de trabajo, convivir con sus compañeros y después regresar a su casa. No, para bien o para mal, esa rutina dejará de existir en gran parte del mundo. La nueva forma de vivir tras esta pandemia consistirá en vivir en una especie de circuito cerrado en el que las personas amanecerán en su casa, trabajarán desde allí, se verán en el espejo de su baño y tendrán que construir una relación –si es que viven con alguien– con quienes le rodean, de ahí que espero que estas relaciones sean buenas.

Otra de las situaciones que resulta particularmente aterradora es la realidad que rodea el sector inmobiliario, sobre todo en ciudades como Nueva York, donde hay innumerables metros cuadrados que hasta antes de la pandemia estaban destinados para albergar oficinas o centros de trabajo. Hasta aquí, uno de los principales costos del Covid-19 es el hecho que supone el saber que en la ciudad de Nueva York hay más metros cuadrados desocupados que los que, en conjunto, hay en Houston, Dallas y Los Ángeles. Únicamente la cantidad de dinero que este año ha dejado de recibir Nueva York en impuestos o en cuanto al costo que supone mantener edificios completamente desertados, supera los 6 mil millones de dólares. Y esto apenas es el comienzo.

El gran elemento detrás de toda esta situación se encuentra en el hecho de que –salvo las grandes compañías de tecnología como Facebook o Apple– todas las demás corporaciones están desamortizando sus metros cuadrados y muy pocas están consiguiendo, a duras penas, estabilizar sus alquileres y espacios que tenían y sostenían como oficinas. Los 6 mil millones de dólares en pérdidas derivadas en este sector como causa de la pandemia no son más que una pequeña expresión del desastroso panorama mundial y es una cantidad que, para dimensionar la magnitud del problema, es necesario contrarrestar con todo lo que el gobierno estadounidense ha invertido para contrarrestar este primer año de la crisis.

En este caso, es verdad que –salvo instituciones como el Banco Central Europeo– los gobiernos de Joe Biden y del expresidente Donald Trump tienen una ventaja que no poseen los demás países. Esta significativa y poderosa ventaja es el hecho que supone tener acceso ilimitado a la máquina para imprimir dólares. Además del inevitable hecho que es que el Congreso de Estados Unidos y su Poder Ejecutivo van aprobando, uno tras otro, paquetes de desarrollo y de estímulos para combatir la profundidad de la crisis. Con las máquinas operando a toda velocidad, el gobierno estadounidense está haciendo todo lo posible para evitar el colapso general de la economía del país. Pero no nos engañemos, esas son sólo medidas preventivas para evitar la hemorragia, pero en ningún caso esto es una garantía para preservar cosas más importantes como la vida misma o el establecimiento de una estructura que permita definir cómo será la existencia una vez que superemos esta crisis.

Existe una primera previsión que habla sobre que, en el lapso de un año, más de 114 millones de personas en el mundo han perdido su puesto de trabajo, mientras que más de 120 millones de personas han vuelto a vivir debajo del nivel de la pobreza, es decir, bajo el submundo de la necesidad total y todo esto como consecuencia de este primer año de pandemia. En un país como México los datos no solamente son aterradores, sino que demuestran lo poco preparados que estábamos para un suceso como este. En nuestro país, que de por sí ya tenía un problema en términos estructurales sobre la actividad y formalización económica, más de un millón de comercios han cerrado definitivamente sus puertas. Pero la situación y el panorama se ensombrecen cuando el gobierno actual, liderado por el presidente López Obrador, en lugar de ayudar a las empresas a que sobrevivan y de esta manera reactivar el motor económico, constantemente se opta por brindar apoyos a los más necesitados, desapareciendo cualquier posibilidad de incrementar la calidad de vida y dificultando la reactivación económica del país.

Los muertos son otra estadística que aterroriza, primero por el monopolio del Covid-19 sobre la muerte. Me llama mucho la atención que tengamos tan claro cuántos han muerto por el coronavirus, pero tan confuso cuántos han seguido muriendo a causa de las otras enfermedades. Pero dando por bueno que efectivamente los muertos por Covid-19 se puedan contabilizar, nuevamente México vergonzosamente vuelve a estar a la cabeza de un suceso trágico. Y es que por más que la cifra oficial en el país ronde los 203 mil decesos, se estima que la cifra real sea al menos 60 por ciento más alta, con lo cual se estaría superando a Brasil y situándose únicamente detrás de Estados Unidos como el país con más fallecidos por Covid-19. Sin embargo, la población de México –con alrededor de 126 millones de habitantes– es mucho menor a la estadounidense, que cuenta con más de 300 millones de personas, hecho que, proporcionalmente, sitúa a México como líder en muertes por el coronavirus.

México es un país tan surrealista que, a la fecha de corte del 13 de febrero, tuvo la mayor mortalidad en exceso del planeta, no superada por ninguna otra nación y, sin embargo, hubo imágenes de playas abarrotadas desde el primer día de vacaciones de Semana Santa. Si esto es así y si se tomaran estos datos –que el propio gobierno mexicano no ha desmentido– como buenos, nos encontraríamos en una situación en la que realmente entre el número de muertos, los puestos de trabajo perdidos y las empresas desaparecidas, la crisis socioeconómica y sanitaria se encuentra en unas proporciones angustiosas.

Tenemos miedo. Todos los habitantes del planeta tenemos miedo. El problema es que realmente a lo que hay que tenerle miedo no es solamente al contagio o a la posibilidad de morirnos, cosa que naturalmente siempre fue posible en el ejercicio del oficio de vivir. A lo que realmente debemos tenerle miedo es a saber que cuando todo esto pase –cuando pase– y los que tengamos la oportunidad de ser testigos de la superación de este momento, las contabilidades y las llamadas finanzas públicas deberemos dejar de denominarlas como ‘sanas’, ya que se encontrarán –como ya lo están en la actualidad– profundamente enfermas. Las deudas son impagables y tenemos que optar entre tener una contabilidad sana o por tener unos pueblos que no mueran a causa del hambre o del abandono.

Las cifras mundiales de lo invertido son sobrecogedoras. La suma total de los paquetes de estímulos aprobados hasta el momento por el gobierno estadounidense para combatir esta crisis sobrepasa los 5 billones de dólares, cifra que se tiene que sumar a los cerca de 2 billones de euros que la Unión Europea planea destinar para reconstruir a la Europa, posterior al Covid-19. Pero lo más sobrecogedor de todo esto es lo que aún falta por invertir. Sobre todo porque cuando todo esto pase el problema será definir qué es lo que vendrá a partir de esta crisis. Tendremos que definir cómo será el nuevo concepto de normalidad, cómo será la vida, qué le enseñaremos a nuestros hijos, pero, sobre todo, quién y cómo pagará su educación y quién les brindará las mínimas condiciones de salubridad. No, a nuestros hijos no podremos hablarles sólo sobre los restos de este naufragio. Y es que después de haber pasado más de 600 años y de todas las experiencias que hemos vivido como humanidad, no es concebible que lo único que tengamos que sugerir a las siguientes generaciones sea lavarse las manos y esconderse en sus casas.

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