Antonio Cuellar

El nuevo candidato

López Obrador ha dejado una prueba histórica irrefutable de haber sido el mejor candidato de oposición que jamás hubiera existido en el país.

Casi cinco años de gobierno han transcurrido, a lo largo de los cuales hemos escuchado un discurso matutino del presidente de la República, en el que define el rumbo de su gobierno y pregona su ideología, y aprovecha puntualmente la ocasión para desacreditar el pensamiento de las administraciones que lo precedieron. Así, puntualmente, cada mañana. En sus reuniones saca a relucir sus datos, y omite reconocer el hecho de que, muy distintos logros de su gobierno —aunque no lo acepte—, han dependido de reformas y políticas cuya concepción y concreción son atribuibles a “sus adversarios, los conservadores”.

Para los efectos que hoy nos interesan, sin embargo, resultó curioso ver inscrito en las pantallas de apoyo de esa misma mañanera presidencial, lo dispuesto, textualmente, por el artículo 134 de la Constitución. En él se prohíbe expresamente que la propaganda gubernamental incluya nombres, imágenes, voces o símbolos que impliquen promoción personalizada de cualquier servidor público. La mención de la directriz constitucional, ante él, parece en sí misma una broma.

Disfrazado en el “derecho a informar” o en el “derecho de réplica”, el titular del Ejecutivo ha aprovechado este espacio “noticioso gubernamental” para hacer abierta campaña a favor de su propio gobierno: como si la función de gobernar hubiera sido una extensión de ese agotador proceso electoral que duró doce años, en los que ocupó todo su tiempo y esfuerzo en controvertir las acciones de panistas y priistas con la finalidad de ganarles la siguiente contienda, y la siguiente, y la siguiente. Como si el candidato nunca llegara a darse cuenta de que, al final, sí ganó. Como si no supiera que la diatriba electoral debió quedar atrás, y que su oportunidad de gobernar llegó… que es hoy… y que el final de su tiempo al frente del gobierno está a punto de llegar.

Andrés Manuel López Obrador ha dejado una prueba histórica irrefutable de haber sido el mejor candidato de oposición que jamás hubiera existido en el país —quizá el problema estriba en que, de hecho, lo sigue siendo: no ha dejado de ser un candidato de oposición—.

Es precisamente ahí, en esa capacidad de la que él goza, que surge una válida preocupación, siempre a la luz de lo dispuesto por el mismo artículo constitucional antes invocado: cuando deje de ser presidente, ¿qué hará el incansable candidato?

La prohibición constitucional ha sido un contenedor poco eficaz para permitirle hacer campaña para sí mismo todos los días. La propaganda ha fluido a su favor, y para beneficio de su transformación política, sin restricción jurídica o presupuestal alguna que pueda ser citada. ¿Habrá capacidad del gobierno que venga, de detener, en su implacable deseo de consolidar la “transformación” a un expresidente en contra del cual la prohibición constitucional ya no será aplicable? ¿Qué será de Andrés Manuel López Obrador ahora que no haya atadura alguna que lo pueda contener?

En su propósito de cambiar al país, el presidente de México será más eficiente a partir del momento en que pueda volver a convertirse en candidato. Más lo será aún, si quien ocupe la oficina se convierte en un o una servidora pública, rendida y obsequiosa, entregado o entregada a hacer o dejar de hacer lo que su predecesor y maestro así le indique.

La segunda etapa del plan maestro podría llegar a ser devastadora para un país que, hasta ahora, ha dependido del funcionamiento de una economía de libre mercado. Los artilugios de la economía de Estado volverán a causar los estragos sexenales que tanto daño le hicieron al país en las décadas del fundamentalismo revolucionario: los sesenta y setenta.

Desearía ser optimista; y más desearía creer que el muro de contención cuya sólida base se encuentra inscrita en el T-MEC será suficiente para impedir el crecimiento suicida de las ideologías de izquierda, que socavan a toda costa el funcionamiento de las economías liberales; pero la huella que viene dejando en el camino la pesada locomotora política que han echado a andar, no es fácil de ocultar.

El único contrapeso de nuestra democracia que pudiera mantener al país unido, lejos de las garras del totalitarismo y de los grupos criminales que hoy asedian todos los rincones, se encontrará en los dos pilares que hasta ahora no han dejado de funcionar: el Judicial y los medios, encargados de proteger nuestra libertad de expresión. El Frente Amplio tendrá ante sí el reto de convencer a un electorado que puede llegar a ser presa del desánimo, de la inercia o del miedo.

Una luz se aprecia, sin embargo, al final del túnel: poco probable se ve que, en las condiciones actuales de gobierno, Morena pueda llegar a cosechar los frutos necesarios para gozar del ‘carro completo’ en el Legislativo. Esperemos entonces un discurso más agresivo, más feroz, cuando se trata de subrayar los graves errores que le abrieron paso a la maquinaria que amenaza con destrozar la estabilidad social que ha perdurado a lo largo de la última época de nuestra historia. La actual oposición tendrá ante sí, paradójicamente, al más feroz opositor de siempre, al presidente que volverá a convertirse, en sus acciones, en el nuevo candidato.

El autor es abogado especialista en materia constitucional y amparo.

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