Repensar

Cuentas de adiestramiento

EU no se ha preparado lo suficiente para absorber el impacto de la automatización sobre su fuerza laboral y sobre las diferentes regiones y sectores.

Estados Unidos tiene dos problemas con la automatización de sus procesos productivos. Por un lado está muy rezagado en comparación con las naciones de su tamaño y con aquellas con las que compite por los mercados mundiales. Por otra parte no se ha preparado suficientemente para absorber el impacto de ese fenómeno sobre su fuerza laboral y sobre las diferentes regiones y sectores.

En anteriores columnas he planteado la complejidad y consecuencias del primer punto. Toca ahora referirme al segundo. Cuando el ritmo de los avances tecnológicos es pausado, hay oportunidad de que los productores vayan adquiriendo los conocimientos y habilidades requeridos progresivamente, generalmente dentro del mismo centro de trabajo. Por ejemplo, si un periódico moderniza su rotativa, los operadores sólo tienen que familiarizarse con los nuevos aditamentos y los mismos que la vendieron se encargan de ello.

En muchos casos las innovaciones son fáciles de adoptar y benéficas para los empleados, al facilitarles su labor: las enfermeras usan localizadores de vena portátiles para tomar muestras de sangre sin pinchar de más a los pacientes; los mecánicos emplean laptops para encontrar fallas en los automóviles sin batallar tanto; los vendedores se valen de tablets o hand-helds para colocar pedidos en forma instantánea y sin papeleo.

Cuando los cambios son rápidos las cosas se complican. Nuevos procesos y productos aparecen cada pocos meses; industrias enteras surgen o declinan en unos cuantos años. La perspectiva de gozar de un empleo estable, de permanecer dentro de una misma compañía durante toda la vida productiva, se esfuma.

Es cierto que las ocupaciones canceladas son sustituidas por nuevas, pero también lo es que, a mayor sofisticación, el entrenamiento tiene que ser más especializado; el tiempo para aprender se reduce y lo que hay que asimilar es tanto, que a veces significa iniciar una nueva carrera. De nada le sirve a un tornero con veinte años de experiencia que se abran muchas plazas de arquitectos de sistemas, desarrolladores de aplicaciones o community managers de redes sociales.

Incluso la educación formal deja de ser pertinente. Sin actualización continua los diplomas se van devaluando. Pensemos en un ingeniero mecánico graduado en los setenta, cuando lo más novedoso era la sustitución de las palancas por los botones de arranque.

Para las empresas también es un reto. Requieren de mayor flexibilidad para poder competir exitosamente y la capacitación deja de ser una inversión provechosa cuando la rotación del personal es altísima e inevitable o cuando las actividades sustitutas son completamente diferentes. Por ejemplo, en los almacenes de antaño se contrataba a personas fornidas y sin mucha escolaridad; en los actuales, totalmente robotizados, se buscan técnicos que entiendan el funcionamiento de sistemas complejos y cuenten con la capacidad de diagnosticar sus problemas y reprogramarlos.

En ese escenario, en muchas industrias no tienen mucho sentido las políticas tradicionales de subsidios para aprendices o para ajuste laboral. Ni le convienen a las empresas ni le sirve a los trabajadores.

Una salida

Las cuentas de adiestramiento no son algo nuevo. En muchos países de Europa se ha experimentado con ellas y en 1986 era una propuesta que impulsaba Richard A. Gephardt, líder de la fracción demócrata de la Casa de Representantes. Aunque ninguno de los actuales precandidatos presidenciales ha retomado la idea, sí se ha vuelto popular entre los que aspiran a las gubernaturas.

Partiendo del hecho de que a quien más le interesa no quedarse atrás es al mismo trabajador, se le ofrece la posibilidad de abrir una cuenta de ahorro dirigido a la preparación. Por cada dólar que deposita el gobierno le aporta otro. Como los empleadores no tienen incentivo para contribuir, se les dan estímulos fiscales o de plano se les obliga (en Francia se dedica a ello uno por ciento del impuesto de nómina).

Al cuentahabiente sólo se le permite invertir en activos protegidos (como los bonos del Tesoro) y ordenar pagos a instituciones educativas autorizadas. No se le autorizan los retiros directos ni transferencias a su fondo de pensión. Si cancela la cuenta, ese dinero se considera ingreso para efectos fiscales. Puede acumular hasta diez mil dólares (el costo promedio de una carrera técnica en un college).

La ventaja es que le da al ahorrador la flexibilidad de moverse a otro trabajo y de utilizar el recurso en cualquier momento, sin esperar a que sea urgente.

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