La Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) se formó en 1949 para hacer frente al expansionismo soviético sobre la Europa devastada por la Segunda Guerra Mundial. Existía una amenaza real e inminente: había tropas del Ejército Rojo estacionadas en los países de Europa del este y central y Moscú reclamaba derechos de vencedor. Las naciones bálticas, Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Rumanía y Bulgaria acabaron alineadas con la URSS.
Washington aceptó extender un paraguas de seguridad sobre Francia, Italia, Bélgica, Luxemburgo, Dinamarca, Noruega, Países Bajos, Portugal, Reino Unido, Islandia y Canadá. En 1952 se incorporaron Turquía y Grecia y tres años después Alemania Occidental. En 1982 entró España, ya democrática.
Estados Unidos montó bases aéreas y navales en las que repostan, aún hoy, submarinos y bombarderos con armas nucleares. Apoyó también, con el Plan Marshal, la reconstrucción económica del lado occidental del continente.
Los europeos reconstituyeron sus Fuerzas Armadas e incluso, las de Reino Unido y Francia se dotaron de armamento atómico. Sin embargo, no pudieron superar sus rivalidades históricas. Reino Unido, Alemania y, sobre todo, Francia, fueron reticentes a compartir su tecnología militar y a cooperar más allá de ejercicios periódicos.
Con la desintegración de la Unión Soviética la misión toral de la OTAN desapareció. Se suponía que Rusia ya no era una amenaza, porque el conjunto de las fuerzas europeas superaba a las del Kremlin (con excepción de las nucleares, que se consideraba nunca serían utilizadas por asegurar una destrucción mutua). Sin embargo, salvo Francia, los europeos se sentían cómodos con la presencia de militares estadounidenses, aunque ésta se redujo considerablemente.
Pronto se vio que ni siquiera eran capaces de resolver los conflictos de su vecindario. La desintegración de Yugoslavia creó una situación caótica que dio motivo para la intervención de Estados Unidos. Las cosas salieron mal y, décadas después, todavía hay fuerzas de la OTAN en Kosovo.
Luego, sin que esté muy claro por qué, la OTAN adoptó una nueva misión: prevención y manejo de crisis fuera de Europa. Se vieron inmiscuidos en Afganistán, Libia, Irak y hasta establecieron relación con la Unión Africana.
Después de 1991, empezaron a entrar más países (hoy son 31). En algún momento se habló de admitir a naciones africanas y latinoamericanas.
Eso no gustó a los rusos. Ahora era al revés: ellos se sentían vulnerables ante la expansión de la OTAN. George W. Bush le prometió a Vladímir Putin que trataría de frenarla, pero no sucedió así. Obama y su secretaria de Estado, Hillary Clinton, promovieron lo contrario.
George F. Kennan (el creador de la política de contención durante la Guerra Fría) consideró que ese fue “el error más fatal de la política exterior americana”. El nacionalismo ruso tuvo justificación para sus intervenciones “preventivas” en Georgia y Ucrania.
Frente a la invasión de este país, los miembros de la OTAN han mostrado enfoques diferentes. Obviamente, los limítrofes (Polonia, Rumanía, los nórdicos y los bálticos) están alarmados y se están armando rápidamente. Alemania y Francia han tratado de conservar sus relaciones económicas con Moscú. Ellos no ven a Rusia como una gran amenaza porque sus recursos militares son mayores que los de ellos y notan las dificultades que han tenido para controlar las provincias orientales de Ucrania.
En cambio, los gobiernos del Reino Unido y de Estados Unidos han apoyado con todo a Ucrania, porque consideran que Rusia tiene la intención de restaurar su antiguo imperio, si no inmediatamente, sí a mediano plazo. Por ello creen adecuado continuar patrocinando una guerra de desgaste.
Rásquense con sus uñas
Una parte importante de la opinión pública estadounidense (la que respalda a Donald Trump) no ve la necesidad de que, 75 años después, su país siga siendo miembro de la OTAN. Ellos no piensan que hoy los intereses geopolíticos de su país estén amenazados en Europa, sino en el Indo-Pacífico.
No creen que sea justo continuar apoyando a los europeos si éstos han sido incapaces de forjar su autonomía estratégica. No han establecido su propia doctrina militar y agenda de defensa. No han fijado un presupuesto militar común y no cumplen con asignar 2% del PIB a ese propósito. Tampoco han organizado una fuerza de intervención conjunta ni han estandarizado su arsenal o desarrollado armas colectivamente.
Por eso, en los pasillos de la Conferencia de Seguridad de Múnich, este fin de semana, el consenso fue: gane Biden o triunfe Trump, los europeos ya no cuentan con los americanos.