Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, Europa quedó devastada. Pronto fue evidente que no podría frenar por sí misma la voluntad expansionista de Stalin. El Reino Unido primero, y luego otros países del continente, le pidieron a Estados Unidos apoyo económico para rearmarse (una especie de plan Marshall militar).
La urgencia de enfrentar las acciones soviéticas en China, Corea y Grecia dio origen (1949) a la Organización del Tratado del Atlántico Norte. Estados Unidos mantuvo su presencia militar a cambio de ejercer el comando de las fuerzas conjuntas. Se constituyó una fuerza disuasoria que mal que bien evitó que Alemania Occidental, Grecia y Turquía se convirtieran en satélites de la URSS y mantuvo la seguridad colectiva durante la Guerra Fría.
Tras la desintegración de la URSS, 14 países del centro y este de Europa se integraron a la OTAN por temor a que renacieran los anhelos imperiales de Rusia. Sin embargo, los socios originales ya no se sintieron amenazados y, a regañadientes, por presión de Estados Unidos, se involucraron en los enredados conflictos en los Balcanes, Irak y Afganistán.
Los americanos también se vieron cada vez menos motivados a conservar su presencia militar en la región, condicionándola a que los otros miembros de la organización muestren más empeño y aumenten su gasto militar hasta un mínimo del 2 por ciento del PIB.
DIVERGENCIAS
En ese contexto se dieron en días pasados los encuentros de Joe Biden con el Grupo de los Siete (en Cornwall) y con los jefes de Estado de los países miembro de la OTAN (en Bruselas). El presidente quiso retomar el liderazgo de la alianza y alertar a sus colegas sobre el peligro de que China domine militarmente el Indo-Pacífico y adquiera superioridad tecnológica, en tanto que Rusia amplía su esfera de influencia, tiene 150 mil soldados en la frontera con Ucrania e interviene impunemente en los procesos electorales de Occidente.
Fue inútil. Los aliados comercian cada vez más con China, ignoran la creciente agresividad de Rusia y se apuran a terminar en septiembre su retiro de Afganistán, aun sabiendo que los talibanes y lo que queda de al-Qaeda pueden retomar el poder.
Afectados por la crisis sanitaria y económica no quieren elevar su gasto en defensa ni aportar más a los gastos comunes de la OTAN. En cambio, esperan que Estados Unidos modernice su defensa aérea y despliegue más artillería motorizada.
Biden no llegó a las cumbres con una gran visión estratégica o tan siquiera con alguna propuesta unificadora. En consecuencia, los mandatarios condescendieron con sus flojos conceptos de una “política exterior para la clase media” o de un “plan global de infraestructura” que compita con la Iniciativa de la Franja y la Ruta de los chinos. Incluso Boris Johnson, a quien el presidente calificó hace tiempo de “clon de Trump”, se la pasó haciéndole bromas.
Los franceses siempre han visto a la OTAN como un arreglo que sólo beneficia a los británicos. Charles de Gaulle se opuso a darle el comando a los americanos. En 1966 se retiró de la estructura militar y cerró las bases estadounidenses porque no lo quisieron ayudar a sofocar la insurgencia en Argelia. Emmanuel Macron de plano ha dicho que la organización tiene “muerte cerebral”.
Al mismo tiempo que Angela Merkel apoya los esfuerzos contra el terrorismo y reprueba los abusos de los gobiernos autocráticos, Alemania no deja de comerciar con Irán y ha creado una relación especial con Rusia, que la provee de gas barato.
Con enfoques geopolíticos incompatibles, las cumbres han producido las acostumbradas declaraciones sobre los negativos efectos del cambio climático y muy pocos compromisos reales.
En lo que va del siglo China y Rusia han fortalecido sus fuerzas armadas y han ampliado su presencia en el mundo. Cinco presidentes de Estados Unidos no han podido forjar un liderazgo internacional que permita, cuando menos, mantener un balance de poder favorable a las democracias. Con su Congreso dividido por mitades, ni siquiera han logrado formular una política exterior coherente y con amplio consenso.
Poco se espera de su reunión mañana con el presidente ruso. Putin sabe que la Alianza Atlántica está dividida; entiende que puede seguir rompiendo las reglas sin tener que pagar el costo. En nada le inquietarán las sonoras y poco creíbles advertencias que le hará Biden.