Punto de encuentro

México, ¿latinoamericano?

Lo que está en juego en América Latina no es solo quién gana elecciones, sino qué tipo de democracia sobrevive. La ultraderecha se combate con seguridad democrática y resultados sociales tangibles.

Si vives en México, ¿qué harías si te dijera que el próximo presidente o presidenta eliminará algunas de las libertades conquistadas en los últimos años, como las sexuales, las de creencias, el libre desarrollo de la personalidad y la de expresión?

Ser de derecha o de izquierda no se reduce a estrategias económicas; se trata de cosmovisiones ideológicas que pasan por el respeto o la intervención estatal.

Pues bien, la segunda vuelta de la elección presidencial en Chile anticipa una realidad muy compleja para América Latina. No es solo un cambio de signo político, es la consolidación de un método electoral.

Chile había logrado, desde el fin de la dictadura de Pinochet en 1990, sostener un delicado pero sólido equilibrio entre gobiernos de centro y centroizquierda, con altos estándares democráticos y consensos básicos sobre derechos y libertades. Ese equilibrio hoy se rompe.

La llegada de Kast a la presidencia, con cerca del 58% de los votos, refleja un profundo descontento con el progresismo chileno, pero también una fractura social. Kast, abiertamente pinochetista, no gana solo por los errores del gobierno de Boric, sino por haber sabido capitalizar el miedo, la frustración y el hartazgo social, basado en una inseguridad social y en una estigmatización de la migración. Este guion no es local, es regional.

Tras más de tres décadas, la derecha chilena logra una victoria histórica reivindicando la narrativa de la dictadura: promesas de orden, mano dura, control fronterizo y seguridad como valor absoluto. Estamos hablando de una batalla cultural. Se sabe que cuando la extrema derecha avanza sin contrapesos, el costo humano y democrático puede ser devastador.

Kast supo explotar la percepción y la sensación chilena sobre falta de resultados, especialmente el crecimiento del crimen organizado, el aumento del temor cotidiano y la sensación de inacción estatal.

A ello se sumó la instrumentalización del fenómeno migratorio, utilizado como chivo expiatorio para explicar la inestabilidad económica y social, en una lógica que recuerda peligrosamente a la utilizada en las elecciones estadounidenses recientes.

Lo verdaderamente alarmante es la consolidación de un patrón latinoamericano de inseguridad, inflación, frustración política, en el cual la ultraderecha se presenta como la única promesa de orden.

Ocurrió en Argentina con Milei y su mandato “antisistema”. Se profundizó en El Salvador con Bukele, cuya altísima popularidad convive con una grave deriva autoritaria. Y ahora Chile se suma a lo que se describe como una tendencia regional (Reuters).

Este escenario se vuelve aún más delicado si consideramos que en 2026 habrá elecciones en Colombia, Brasil, Perú, Costa Rica y Nicaragua. El próximo año puede convertirse en un plebiscito regional entre orden y derechos.

A pesar de que México no tendrá elecciones presidenciales en el corto plazo, sería un error minimizar esta tendencia. La narrativa de ultraderecha tiene impactos transfronterizos. Erosiona los derechos de personas migrantes y refugiadas, reactiva guerras culturales contra los derechos de las mujeres y de la población LGBTQ+ y utiliza la desinformación como herramienta central de movilización política. México, por su nivel de polarización y su ecosistema digital, es particularmente vulnerable.

Lo que está en juego en América Latina no es solo quién gana elecciones, sino qué tipo de democracia sobrevive. La ultraderecha se combate con seguridad democrática, resultados sociales tangibles y una defensa activa de las instituciones y los derechos. Chile no se derechizó por nostalgia, sino por decepción.

Y esa sensible decepción es profundamente contagiosa, altamente manipulable y, además, no admitirá puntos de encuentro, sino que buscará redefiniciones polarizadas.

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