El 1 de septiembre, se instaló la nueva Suprema Corte de Justicia de la Nacion, elegida por voto popular. Las ceremonias inaugurales incluyeron una consagración en Cuicuilco y una purificación con entrega del bastón de mando por comunidades indígenas a las y los nuevos ministros, simbolizando un comienzo para la justicia en México, con un compromiso hacia el pueblo, la unidad con pueblos originarios y afromexicanos y el diálogo social.
Naturalmente, las reacciones de quienes aún no aceptan el cambio de juego no se hicieron esperar: llamaron a la Suprema Corte “chamánica” y calificaron las ceremonias como un circo, difundiendo memes sobre Quetzalcóatl. Burlas y descalificaciones reflejaron así el rechazo a lo ajeno y el racismo estructural persistente en México.
Cuando algo te resuena y coincides, te ves positivamente en el otro, como espejo. Cuando algo te engancha negativamente, también es reflejo de algo que rechazas dentro de ti, desde la sombra y desde el miedo. Posiblemente, quienes juzgaron y criticaron con desdén esta nueva ceremonia de entrega de bastón están incómodos con la idea de perder su justicia de privilegio.
En diversas culturas originarias de México, la entrega del bastón de mando simboliza el reconocimiento de la máxima autoridad política y espiritual de la comunidad. Sin embargo, en otras tradiciones, este mismo acto puede interpretarse como un gesto de sometimiento o de renuncia a la autonomía. En el caso de la ceremonia de la justicia, la entrega de los bastones no se definió de manera unívoca en ninguno de estos sentidos, pero sí cumplió con su propósito central: ser un acto cargado de significado político y estratégico.
Este objeto representa la confianza del pueblo en la persona elegida y su compromiso de gobernar con inclusión, con reconocimiento. Recibirlo implica que el poder y el liderazgo se comparten y se deben ejercer como un servicio, no como un privilegio (Gutiérrez, 2019). Además, para mí es símbolo de impermanencia: el bastón no es tuyo, la comunidad, en plural, lo presta por un rato y para ciertos fines.
Me parece valioso que estas ceremonias generen tanta resonancia como rechazo. México es un país de profundas diferencias: múltiples clases sociales, cosmovisiones, privilegios y desigualdades que deben reconocerse y visibilizarse. Hasta ahora, la justicia había estado marcada por ceremonias y prácticas orientadas a ciertos sectores, dejando de lado a los grupos en situación de vulnerabilidad. Por eso, este es el momento de hacerlo distinto y de evaluar la justicia no solo por sus símbolos, sino por sus resultados.
Hoy, el hecho de que las y los nuevos ministros reciban el bastón de mando de comunidades indígenas y afromexicanas abre un nuevo capítulo en la justicia mexicana, donde las formas también tienen un profundo impacto. Este gesto podría marcar el inicio de una etapa distinta, una en la que no se repitan episodios de violencia e impunidad como las masacres de Acteal y El Charco o las violaciones sexuales contra mujeres indígenas en los casos de Inés Fernández y Valentina Rosendo, que evidencian la histórica desprotección de los pueblos originarios.
La instalación de la nueva Suprema Corte, acompañada de ceremonias cargadas de simbolismo, marca el inicio de una nueva etapa jurisdiccional y de comprensión en la impartición de justicia. Se trata de una estrategia política que, ojalá, se traduzca en beneficios reales para los grupos más vulnerables y funcione como recordatorio permanente de que el poder es temporal y debe ejercerse con un propósito específico.
Evaluaremos esta Corte por sus sentencias, pero es un momento ideal para instar a que estas ceremonias conduzcan a reformas sustantivas que aseguren un acceso a la justicia sin discriminación, promoviendo un sistema que no solo interprete la ley, sino que refleje una diversidad cultural y social plural en México, para que la justicia sea un verdadero punto de encuentro.