Alberto Muñoz

Arturo Rosenblueth, ‘el mexicano de la cibernética’

Arturo Rosenblueth, fisiólogo mexicano y pionero de la cibernética, tendió puentes entre biología, ingeniería y matemáticas. Su legado transformó la ciencia y consolidó a México en la vanguardia mundial.

Arturo Rosenblueth, “el mexicano de la cibernética”, fue médico hasta la médula: formado en Europa, fascinado por el corazón, la sangre y los reflejos nerviosos. Un fisiólogo en todo el esplendor de la palabra. ¿Cómo alguien tan anclado en la biología terminó como padrino de la informática y la teoría de sistemas? Porque a Rosenblueth las fronteras académicas, literalmente, se le resbalaban.

En los años treinta y cuarenta, Rosenblueth y Walter B. Cannon (el fisiólogo de Harvard que acuñó la homeostasis) demostraron que la transmisión del sistema nervioso autónomo era química, y propusieron la célebre “teoría de las dos simpatinas”: las terminaciones simpáticas liberarían una sustancia genérica —la simpatina— con dos modalidades funcionales, una excitatoria (E) y otra inhibitoria (I), capaces de explicar por qué el mismo sistema acelera el corazón pero frena la motilidad intestinal. La bioquímica posterior precisó el cuadro: catecolaminas como noradrenalina y adrenalina, cuyas respuestas dependen de receptores adrenérgicos (α y β). Aun así, el marco Cannon–Rosenblueth fue decisivo: consolidó el paradigma químico de la transmisión autonómica y anticipó la lógica con la que hoy entendemos y tratamos farmacológicamente la función simpática.

La segunda curva de su legado llegó con “Behavior, Purpose and Teleology” (1943), escrito con Norbert Wiener y Julian Bigelow. Allí sostuvieron que cualquier sistema —de una célula a una máquina— puede entenderse por su comportamiento observable, introduciendo con claridad el binomio propósito–retroalimentación (feedback): un sistema que se autocorrige para alcanzar una meta. Ese ensayo no solo tendió el puente entre la biología y la ingeniería; ofreció el lenguaje de diseño que nutriría a la cibernética y, con ella, a la robótica, el control automático, el procesamiento de señales y, décadas después, a la inteligencia artificial.

En mis primeras clases de IA, volví a toparme con él: sus categorías de sistemas parecían un spoiler del futuro. Los no teleológicos reaccionan sin objetivo (el reflejo), mientras los teleológicos comparan estado y meta, corrigen error y ajustan rumbo. Ese marco se escribió cuando no existían drones, chatbots ni autos autónomos: Rosenblueth había redactado un manual para el porvenir.

Su impacto trascendió los artículos. En México, fue figura clave en el Instituto Nacional de Cardiología y primer director del Cinvestav (IPN), donde ayudó a diseñar una institucionalidad científica a la altura del mundo. Dejó de ser un nombre elegante en una cita para convertirse en constructor de instituciones, alguien que sembró cultura científica y demostró que México podía codearse con la vanguardia.

Lo veo como un súper-puente de la ciencia: uniendo medicina con matemáticas, biología con ingeniería, y a México con el mundo. Su teoría de la retroalimentación sostiene a la cibernética, y ésta, a su vez, está en la raíz de la IA moderna. Descubrirlo es como pelar una cebolla: primero el nombre lejano; luego el fisiólogo brillante; después el teórico visionario; al final, el arquitecto de futuro. Rosenblueth no solo escribió sobre propósito: vivió con propósito. Y nos dejó una lección que hoy sigue vigente: la ciencia necesita un toque de rebeldía para cruzar fronteras y atreverse a pensar en grande.

Cuentan que, durante un experimento con gatos de laboratorio —medían a la vez frecuencia cardiaca, presión arterial, flujo sanguíneo y presión venosa—, un discípulo quiso excluir al “gato raro” para que todo “quedara congruente”. Rosenblueth lo detuvo: “Doctor, anote los resultados tal y como los encontró y entienda que en este laboratorio el único que tiene la razón es el gato.” La moraleja: en la ciencia manda la evidencia, no nuestras expectativas. En esta época en la que estamos inundados de datos, la broma equivalente sería: “Profe, este outlier arruina el AUC; lo borro y listo”, y la réplica: “Aquí quien manda es el dataset; decide el experimento, no el ego.”

La IA y la robótica modernas beben directamente de ese triángulo intelectual: Cannon aportó la homeostasis como principio de control por retroalimentación (medir–comparar–actuar), Rosenblueth tradujo la fisiología en un lenguaje de sistemas (comportamiento, propósito, error y corrección) y Wiener (con Bigelow) lo formalizó en la cibernética, de donde nacen la teoría de control, los servomecanismos y el procesamiento estadístico de señales. Hoy, los lazos son visibles por todas partes: los ciclos sensor–control–actuador de un robot; los controladores que estabilizan drones y manipuladores; los filtros y estimadores (de Kalman/Wiener) que limpian mediciones; los esquemas de aprendizaje por refuerzo que minimizan error hacia una meta; y, a escala de software, la operación de modelos con objetivos, métricas y realimentación continua. En suma, esos genios no solo anticiparon la IA y la robótica: nos dieron la gramática —propósito, feedback, estabilidad— con la que todavía diseñamos máquinas que perciben, deciden y se corrigen.

Hoy, a 125 años de su nacimiento, recordamos a Arturo Rosenblueth no solo por lo que descubrió, sino por cómo nos enseñó a descubrir: con propósito, con rigor y con la audacia de construir puentes donde otros veían fronteras.

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