En la casita de la Agrícola Oriental donde vive mi tía Catalina hay una estufa Mabe que compró por quinientos pesos hace cincuenta y cinco años. Las perillas y los quemadores funcionan a la perfección; no tiene que usar cerillos, dice contenta, porque los pilotos siempre han estado en excelentes condiciones. Cuando dejó Guanajuato para mudarse a la Ciudad de México, hace más de setenta años, su hermana le regaló una cama de latón, anteriormente propiedad de su madre, estilo Emperatriz Carlota. En esa cama durmió mi padre cuando estudiaba en el Poli y, ahora, la enfermera que cuida de mi tía, de 93 años. Ella usa una más nueva, de 1980, fabricada en madera de mezquite por un primo de Lagos de Moreno. La estufa y las camas de mi tía, los bolígrafos y la regla de cálculo de mi padre, todo es de una calidad hoy en día excepcional, conservados con cariño y cuidado, así como la “gente de rancho”, con la que comparan sus objetos. Pese a todo, la durabilidad en las mercancías —y en la gente— no es una cualidad ajena al debate público, ha tenido que ser promovida, la tecnología ha tenido que ser convencida y mediada.
“La nuestra es una crisis estúpida”, escribía Bernard London en 1932 sobre la Gran Depresión, calificando la paradoja de una economía capaz de producir abundancia mientras millones padecen escasez. “Fábricas, almacenes y campos se encuentran intactos y listos para producir en cantidades ilimitadas, pero la motivación de seguir adelante se ha paralizado por el declive del poder de compra”. La solución que London proponía era decretar una fecha de caducidad a los productos, a la maquinaria y hasta a los edificios, para que, después de un tiempo estipulado por ingenieros expertos, fueran legalmente destruidos, generando así nueva demanda y reactivando la economía. No era deseable que un automóvil o una fábrica duraran tanto tiempo, porque esto provocaba que el valor del trabajo sufriera una depreciación respecto a sus productos, pues el primero se pagaba y gastaba en una semana, mientras que los segundos permanecían por décadas generando rendimientos. Ya que “los muebles, los vestidos y otros productos básicos deberían tener un rango de vida, así como lo tienen los seres humanos”, la destrucción revertiría la injusta distribución de la producción, causa de la peor crisis económica en la historia.
Aunque la producción como programa social se diluyó en el New Deal, la idea de programar el deshecho fue adoptada por diversas industrias, provocando olas de manifiestos. Durante el siglo XX, diseñadores como Loos, Aicher y Papanek se pronunciaron a favor de la calidad y la durabilidad y en contra de la efimeridad, que dañaba los principios de la belleza y el arte. Ignorando las críticas, que London habría calificado de elitismo antieconómico, hoy se generan enormes inventarios, incorporando la intuición de que romperse y pasar de moda conlleva beneficios. El curioso texto de Bernard London, “Terminando la Depresión a través de la Obsolescencia Programada”, el eco que tuvo en los programas de empleo público y la polémica que recibiría su influencia en la industria, son un ejemplo de “maleabilidad tecnológica”.
La innovación no es neutral: sigue el camino que la sociedad acepta. Una misma técnica o idea puede generar o recortar empleos, eficientar la distribución de la producción o concentrarla. El destino de la tecnología es susceptible de ser dirigido mediante las agendas políticas, las relaciones empresariales y la diversidad de visiones respecto a su propósito y objetivo. De unos años para acá, el lema de la UNAM ha querido ser modificado por sonar anticuado, pero más nos vale no moverle al del IPN.