Sin dejar a nadie atrás

Fundamentalismo tecnológico

Una primera victoria de este humanismo empresarial radicaría en valorar y promover el trabajo como un recurso apto de ser cultivado y potenciado mediante la tecnología, no como una carga que debe ser abandonada.

Es un día difícil: otra vez te desvelaste viendo TikToks y perdiste el despertador. Ahora llevas prisa y la fila en la caja del súper está tan larga como siempre. “Qué bueno que vivo en el futuro y existe el autocobro”, te dices, orgulloso, y dejas que los boomers se las arreglen como puedan. En el área de autocobro te encuentras a la misma cantidad de gente que hace rato hacía fila; un empleado intenta ayudarlos a operar las cajas mientras reflexionas que la tecnología no es para todos. Al fin es tu turno, unos cuantos clics y vámonos… pero la tarjeta no pasa, no traes efectivo, los que esperan te miran y hacen caras. Te alejas resignado y llamas al banco para desahogarte (también para saber qué pasó con tu tarjeta). Inmune a tu frustración, un robot muy alegre te saluda, invitándote a navegar por menús parecidos al purgatorio, con la promesa de conducirte, si tienes suerte, con un representante de los humanos. Resulta que domiciliaste todos tus servicios de streaming en la misma cuenta y hoy te cobraron: ni siquiera ves la tele, te la pasas en TikTok.

El Premio Nobel de Economía Robert Solow célebremente decía que “podemos ver la era de la computación donde sea, excepto en las estadísticas de productividad”. La “revolución digital”, que en los ochenta comenzó a traducirse en nuevos productos y servicios, así como en novedosos métodos y estrategias de administración de empresas, corresponde con la época de la —todavía hoy— constante disminución de la productividad en los países más desarrollados y con la acumulación de las fantásticas fortunas de los dueños de las empresas del “cloud capital”. Pasaron tres décadas y los gobiernos que dirigieron el avance tecnológico hacia la pura automatización, sin destinarla también al acompañamiento y al entrenamiento de sus trabajadores, redujeron el número de empleos y empobrecieron la oferta salarial, coincidiendo con el debilitamiento de la capacidad de negociación de las organizaciones laborales.

Hoy, al mismo tiempo que la opinión pública es encauzada a recibir con júbilo las noticias de una nueva era en la computación, surge también un cambio de paradigma en la manera en que entendemos y nos enfrentamos con la realidad de la baja productividad, el desempleo y la desigualdad. El axioma de que los cambios tecnológicos se traducen en bienestar, mediante mecanismos como el de la destrucción creativa, se enfrenta a la prueba de los números y la realidad social: al aumento en la productividad no necesariamente lo acompañan mejoras en la calidad de vida. Para que estas sucedan, es indispensable que un movimiento político y social se integre a la forma en que accedemos y utilizamos la tecnología, así como a la dirección en la que encaminamos la innovación.

Hoy sabemos que no todos los avances tecnológicos generan más empleos de los que terminan, tampoco aumentan realmente la productividad. Al contrario de las lavadoras y los hornos de microondas, que transfirieron los costos de los hogares hacia el mercado, invenciones como el autocobro (o las reseñas en internet y las redes sociales) trasladan los costos del mercado hacia los hogares. El fundamentalismo tecnológico busca imponer una sola dirección y visión del progreso, pero está en nuestra imaginación, así como en nuestros valores, encontrar alternativas a la creación y al uso que le damos al ingenio humano. Una primera victoria de este humanismo empresarial radicaría en valorar y promover el trabajo como un recurso apto de ser cultivado y potenciado mediante la tecnología, no como una carga que debe ser abandonada.

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