Salud, dinero y amor son la misma cosa, porque no es posible tener una sin la otra: convicción que está en el fondo de Poderoso compañero es el dinero, mi libro más reciente, publicado con el objetivo de explorar la relación de nuestras emociones con el dinero. México se ha convertido en una sociedad de consumo donde la inflación y los efectos de las crisis económicas nos obligan a nadar a contracorriente, pero si encima —según la Condusef— destinamos hasta 40% de nuestro salario al “gasto hormiga”, entonces quien nos arrastra no es precisamente la ola de la recesión. Son los antojos y las ocurrencias del día a día los que ponen al descubierto la intensa mediación que hay entre nuestra salud emocional y nuestros ingresos. Así como aquellos que se arruinan por ganar la lotería (la transversalidad será un tema para la próxima columna), hay quienes hacemos que nuestro dinero padezca por nuestros descontentos, imponiéndonos castigos masoquistas amparados en la libertad individual.
Los malos hábitos financieros y la insuficiencia económica tienden a trazar un círculo vicioso. Según el INEGI, entre 15% y 20% de la población presenta trastornos de ansiedad vinculados a preocupaciones en sus finanzas personales, lo que a su vez alimenta comportamientos compulsivos como los que se encuentran detrás de los gastos hormiga. Antes que nada, hay que reconocer que nadie elige dicha situación: lo que suele separarnos entre la estabilidad financiera y la angustia por llegar a fin de mes es una serie de eventos desafortunados ligados a un mal entorno, y eso le puede pasar a cualquiera, cuando sea. El problema es que tendemos a analizar nuestro predicamento solamente en términos cuantitativos, cuando su aspecto psicológico es igual de fundamental. Según el Journal of Behavioral Finance, entre 25 y 30% de los consumidores gastan su dinero de forma impulsiva bajo la influencia de emociones negativas como la ansiedad y la frustración. Decir “para eso trabajo”, en un intento por justificar habernos terminado la quincena en una noche de copas, es más un asunto de introspección y terapia que de justicia social.
En estos casos, la única solución yace en mejorar nuestra relación con el dinero, y para eso debemos reconocer su componente emocional, muchas veces supeditado a patrones sociológicos. No somos máquinas que sólo actúan de acuerdo con lo que dicta la lógica y la razón —está de moda hablar de miedo en lugar de riesgo a la hora de invertir—; nuestras emociones guían nuestras acciones y depende de nosotros canalizar nuestros sentimientos. Pero es mucho más difícil de lo que suena, porque hablar de dinero sigue siendo tabú en muchos aspectos: lo demuestra su ausencia en la comunicación entre las parejas, la vergüenza que impide hablar de nuestros salarios entre amigos o la llana censura que encontramos en la prohibición de hablar de religión, política y dinero durante las comidas familiares. Aun así, vale la pena escalarlo a todos los niveles: los programas de educación financiera que incluyen materias de manejo emocional, por ejemplo, muestran incrementos de 20% en el ahorro promedio y reducciones de 15% en las deudas problemáticas, según hallazgos de Citi Foundation. Así como la educación sexual no se reduce a métodos anticonceptivos, la educación financiera debe considerar la multidimensionalidad de la naturaleza humana y su entorno, porque solo así podremos hacer del dinero un buen amigo.