La Fiesta Está Viva

Ce sont des héros

El galo Sebastián Castella escenificó en la plaza de toros de Las Ventas, una dramática puesta en escena sobre la vida y la muerte, escribe Rafael Cué.

El torero es quizá el último héroe de nuestro tiempo, no sólo porque es capaz de entrar a un ruedo y enfrentar un toro, de dominar la violencia innata y poder del animal más bello de este planeta, con el único fin de crear arte, sino porque está dispuesto a morir en el intento.

Muchos no lo entienden, creen que el torero lleva ventaja sobre el toro por tener un capote, una muleta y una espada; creen que el objetivo de la tauromaquia es matar al toro. Estos falsos argumentos los escuchamos una y otra vez en voz de los antitaurinos, que en su mayoría están mal informados. La muerte del toro es la consumación de un rito, que se puede decir es en honor a él mismo.

En pos de la modernidad se ha humanizado a los animales, lo que tiene al ser humano plenamente confundido creyendo que un perro tiene los mismos derechos que un niño o un anciano. Esta confusión tiene a nuestra sociedad en un limbo de valores, donde el dinero manda sin importar el bien o el mal, donde mostrar compasión por un gatito habla mejor de una persona, de lo que habla el ayudar anónimamente a un comedor de gente en condición de absoluta vulnerabilidad.

El toreo es grandeza precisamente por eso, porque es de los pocos actos que perduran y que se nutren de la única verdad irrefutable de este planeta: la muerte como consumación de la vida. La muerte a todos nos alcanzará, unos mueren jóvenes, otros viejos, otros en situaciones inexplicables, y otros —los menos— se hacen acompañar de ella para sentirse vivos, asumiendo que el precio puede llegar en forma de una cornada.

El jueves pasado en la plaza de toros de Las Ventas, en Madrid, durante la Feria de San Isidro, fuimos testigos de un acto heroico de una figura del toreo, el galo Sebastián Castella escenificó una dramática puesta en escena a cerca de la vida y la muerte, del valor, del ritual, del respeto y de la entrega absoluta sin cortapisas —el amor— hacia la tauromaquia.

El jueves pasado en la plaza de toros de Las Ventas, en Madrid, durante la Feria de San Isidro, fuimos testigos de un acto heroico de una figura del toreo, el galo Sebastián Castella escenificó una dramática puesta en escena a cerca de la vida y la muerte, del valor, del ritual, del respeto y de la entrega absoluta sin cortapisas —el amor— hacia la tauromaquia.

Su segundo toro le alcanzó toreándolo con el capote, le arrolló, como podemos ver en la imagen del gran fotógrafo zacatecano Manolo Briones. Esto equivale a ser atropellado (en términos coloquiales) por uno de los temibles "peseros" que circulan por nuestra ciudad; pero no sólo le arrolló, sino que le propinó terrible paliza, pasándoselo de manera escalofriante de pitón a pitón, enganchándolo de las corvas, pisoteándolo y dejándolo prácticamente conmocionado. Momentos de máxima tensión; se respiró el drama de la verdad en el ruedo.

Le quitaron al toro de encima, le llevaron a tablas y recuperó la conciencia. Además de la golpiza brutal, llevaba un corte en el talón izquierdo, producto de un certero derrote del toro (momento exacto de la imagen superior derecha); herida que llegó al hueso. Milagrosamente Castella recupera la orientación, y se nota cómo el espíritu del torero le invade el cuerpo, sus ojos se fijan en el toro, no con ánimo de venganza, sino queriendo entender qué llevaba dentro el toro, con ojos de perdón y con intención de establecer una relación con el animal, que mueve la vida del torero.

Una venda en el talón; ni un gesto de dolor, ni un ademán de buscar compasión ni el aplauso fácil. Castella tomó la muleta y echó rodillas a tierra en un gesto de entrega absoluta al toro y a la historia del toreo. Sin caer en la sinrazón, pero con absoluta dedicación, se hizo del toro, que a la vez mostró una de las premisas de la bravura: la entrega basada en la nobleza.

Épica faena, comunión de dos seres dispuestos a morir, uno para sentirse vivo y crear arte expresando su sentir al torear, y el otro honrando a su raza y a su esencia. Emociones únicas que sólo son capaces de sentirse en una plaza de toros. Toro, torero y público, unidos por la emoción.

En la estocada, Castella le dio el pecho al toro, con el corazón por delante. El toro le apuntó al corazón con el pitón derecho en un último encuentro entre dos almas. Dos orejas para Castella. Gloria al toro y al torero, que juntos nos recordaron la grandeza que hay en el toreo.

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