Ezra Shabot

Definir prioridades

El conflicto entre Meade y Anaya parecía una buena estrategia para definir un puntero, pero solo impulsaron a Morena y su candidato.

Cuando se inician las campañas electorales el objetivo central de cada candidato es claro: ganar la elección sin considerar la posibilidad de establecer acuerdos o concesiones con el resto de los contendientes. A partir del transcurso del proceso dentro del cual unos ganan y otros pierden preferencias entre el electorado de acuerdo con las mediciones de las propias campañas, se plantea la necesidad de establecer pactos y estrategias conjuntas con aquellos a los que se considere más afines al proyecto político de cada partido.

Los programas presentados por las coaliciones encabezadas por Meade y Anaya encuentran puntos en común en el terreno económico, en el de las reformas aprobadas e instrumentadas, y en el de la continuidad de la integración de México a los mercados internacionales. Los temas personales de traiciones y amenazas de encarcelamiento por el asunto de la corrupción, que ahora son lanzados mutuamente como argumentos para desechar cualquier tipo de contacto entre ambas formaciones, serían intrascendentes si la tercera opción no representase un modelo alternativo que pretende sustituir de tajo la visión de país que mayoritariamente comparten priistas, panistas y el resto de sus socios coaligados.

El crecimiento de Morena y del propio López Obrador de enero a la fecha, es producto de una estrategia adecuada de navegar en medio del conflicto entre los otros dos candidatos. La desarticulación del PRI en el sur-sureste del país y la imposibilidad de Meade de distanciarse de la marca tricolor, combinado con el efecto Anaya-terreno-Barreiro, le abrieron el camino al líder carismático generador de un pensamiento mágico, según el cual los problemas del país se resuelven a través de la acción del líder honesto y justo. La construcción de una alianza de expriistas, expanistas, experredistas y radicales de izquierda, junto con empresarios de distinto tipo ansiosos de recibir los beneficios que obtuvieron cuando AMLO fue jefe de Gobierno, está dando frutos en términos de una "cargada" propia de la época dorada del nacionalismo revolucionario priista.

La pugna Meade-Anaya, atizada por las amenazas de este último de llevar a prisión al Peña Nieto como presunto responsable de actos de corrupción, ha sido contraproducente para los intereses de ambas formaciones políticas. Por principio de cuentas, la investigación sobre delitos de un expresidente es atribución de una todavía no concretada Fiscalía independiente y no una bandera electoral de un candidato. La respuesta de los priistas intentando descalificar a Anaya por el mismo delito que le atribuye este al Presidente, o sea corrupción, ha generado un choque de trenes que manda a un lejano segundo lugar las coincidencias en el ámbito de lo económico y lo estrictamente político.

Es esto en parte lo que explica el ascenso meteórico de Morena y López Obrador en las preferencias electorales. La destrucción mutua de panistas y priistas abrió el camino para una migración hacia la apuesta nacionalista, en donde militantes, oportunistas y revanchistas esperan el momento adecuado para alzarse con una victoria impulsada por aquellos que prefirieron ajustar las cuentas personales y de política miope, antes que pensar en sus coincidencias pragmáticas sobre el futuro de un país que construyeron juntos de una u otra forma desde 1997 y hasta la fecha.

Definitivamente las prioridades de las formaciones políticas han cambiado. López Obrador requiere a un Peña Nieto lo más sólido posible para recibir un país en condiciones de gobernabilidad, mientras que Anaya y Meade siguen escenificando una tragicomedia propia de aquellos que perdieron la brújula en su camino hacia el poder. En este juego de venganzas, recriminaciones y garantías de impunidad, se juega el destino del país para los próximos seis años, y quizá para mucho más.

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