Año Cero

¿Democracia popular?

Antonio Navalón reflexiona sobre cómo se está enfrentando el líder de Morena a su nueva situación de hombre perteneciente a la historia de México.

A once días de que tome protesta el presidente López Obrador, resulta muy curioso observar cómo se está enfrentando el líder de Morena a su nueva situación de hombre perteneciente a la historia de México. Ya veremos cuál es el epílogo de sus primeros actos, no de pregobierno –donde las acciones sirven para tomar el pulso, evaluar cuáles son sus motivos, qué es lo que quiere, cómo se está contemplando él mismo en su nuevo papel– sino de su gobierno total.

Pero resulta necesario intentar sacar unas primeras conclusiones de cuánto y de qué manera tan profunda ha cambiado o puede llegar a cambiar, todavía más, la sociedad mexicana. Es fundamental indicar que, con López Obrador, cualquier pulso o lo que él interprete como tal o lo que él entienda como falta de seriedad, será contestado por la movilización ciudadana inmediata en forma de consulta popular.

Yo no digo que la consulta del próximo 24 y 25 –esa manera tan heterogénea (?) de gobernar por medio de consultas no vista en ningún lugar del mundo–, consultándoselo todo al pueblo sabio en la medida que este coincida con lo que uno quiere hacer, sea una respuesta a la manifestación del pasado 28 de octubre de los que no estuvieron de acuerdo con lo que hizo en Texcoco. Pero sí creo que es una respuesta, una reacción, dentro de un cálculo anteriormente hecho que insiste en lo mismo: el poder político está por encima de cualquier otro poder y ese poder, hoy por hoy y de manera contundente, está en la mano del que será presidente en once días, Andrés Manuel López Obrador.

Inevitable también señalar, aquí y ahora, el fracaso de los caminos físicos e intelectuales por los que discurren los llamados poderes fácticos del país. Difícil resulta controlar, por la composición sociológica e incluso económica de lo que forma la mayoría en el Congreso y en el Senado de Morena, la propia fuerza de quién tiene la mayoría.

Si, por lo que fuera, mañana López Obrador desapareciera de la escena, Morena sería un movimiento que se fraccionaría en muchos pedazos. Si hoy, con un líder supremo indiscutible, hay dificultades para entender cuál es la línea última de la política, imaginar un futuro sin él resulta imposible.

Por eso en vez de seguir violentando, por ejemplo, las leyes electorales con las consultas que hace, sería mucho más fácil derogar y hacerse aprobar en un cómodo paquete exprés en 48 horas la ley que le apetezca hacer. Una cosa es la valoración política de lo que debe hacer un dirigente y otra cosa es lo que legalmente puede hacer. Las cosas se vuelven peligrosas cuando, teniendo toda la posibilidad de hacerlo legalmente, de ley a ley, se empeña en hacerlo sin el andamiaje de la ley, simplemente por la supremacía de la política.

En definitiva, no hay mucha sorpresa. La mayor parte de las cosas que está haciendo son las que anunció que haría. Acostumbrados estamos a que una cosa son las campañas y sus promesas y otra cosa es el gobierno. Pero Donald Trump demostró que no es así, que uno en el gobierno puede hacer todo lo que dijo en campaña, aunque sean barbaridades una detrás de otra. Hay que ir abandonando la sorpresa y el discurso de lo que puede o no puede hacer, porque lo puede hacer todo.

El problema es que, si lo hace poco a poco o destruyendo las instituciones de una en una, el costo para el país y para él será inmenso. Sería mucho más fácil y mucho más claro explicar el programa para los siguientes tres años y hacer lo mismo que hizo con la banca, pero a la inversa. Es decir, explicar lo que sí va a cambiar, empezando por el papel de las instituciones en sus tres primeros años de gobierno.

Los problemas se amontonaron y existe una constante en ello, que es lo que dice, hace y piensa el presidente electo. Todo lo demás es confusión. Pero dentro de esta consideración, con independencia de cómo se vea a sí mismo y como él piense que debe usar el encargo democrático recibido el 1 de julio, los demás, la sociedad mexicana, se tiene que ir acostumbrado no a lo que pasará sino a lo que ya pasó. Tenemos que dejar de construir sobre los modelos del mundo que nos regían hasta el día antes del 1 de julio.

Esta es otra era, esperemos que para bien. Pero en cualquier caso esta es una situación que impone y obliga a que todos tengamos un proceso de acercamiento a la realidad y un distanciamiento de lo que creímos que éramos para tratar de construir un México en el que quepamos todos. Y es que, nosotros, los que observamos lo que está pasando y lo sufrimos como cualquiera, sólo podemos hacer una cosa: llevar el recuento y tratar de penetrar en lo insondable del pensamiento presidencial.

Yo me resisto a pensar que sus reacciones, tan peligrosas institucionalmente, sean sólo la consecuencia del cumplimiento de un plan de supremacía, que ya lo tiene por el resultado de las urnas. Es, más bien, una demostración permanente de quién manda aquí.

Y aquí manda López Obrador. Manda sobre la base de votos obtenidos, de los que no hay antecedente en la historia moderna de la política mexicana. Aunque oficialmente el sexenio empezará el 1 de diciembre, una de las cosas más trascendentes que hay hasta este momento es que, sin haber empezado de manera oficial, las consecuencias políticas de las decisiones tomadas o el anuncio de decisiones tomadas por el presidente López Obrador y su gabinete ya están empezando a ser visibles y constatables en las bolsas, en el valor del dólar y, en lo que es más importante, en los ánimos y espíritu de las inversiones en nuestro país.

Todos, absolutamente todos, pero sobre todo los empresarios y las fuerzas económicas, deben tomar nota de lo siguiente: todo estará bien en la medida que no sea un problema para el poder, de lo contrario, tengan por seguro que, en cualquier momento, se consultará cualquier cosa y el pueblo sabio coincidirá con su presidente.

Y puesto que estamos en una época de reasentamiento de formas, modos y sentimientos políticos, vaya por delante que no pienso entrar en ninguno de estos juegos ni maniqueos de los chairos y los fifís porque, a fin de cuentas, el último culpable de esta situación no es a quién eligieron, es quién los eligió.

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