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FARC enfrentan difícil regreso tras acuerdo de paz en Colombia

El aislamiento y la pobreza van a ser difíciles de superar para los guerrilleros. Pero el desafío para implementar los acuerdos de paz y llevar progreso a zonas abandonadas será mayor por los altos costos que implica para una economía en desaceleración.

CORDILLERA ORIENTAL.- Después de tres décadas de luchar en remotas montañas de Colombia como parte de una revolución armada, César González deberá regresar a sus 60 años a una sociedad transformada que difícilmente reconoce.

Un histórico acuerdo de paz entre el gobierno del presidente Juan Manuel Santos y las izquierdistas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) sienta las bases para acabar con un violento conflicto de más de medio siglo que ha dejado 220 mil muertos y millones de desplazados.

El pacto permitirá a los guerrilleros dejar las armas y conformar un partido político para buscar el poder pacíficamente con votos.

Pero la reintegración de unos 7 mil combatientes de las FARC, muchos de los cuales han pasado por lo menos la mitad de sus vidas en guerra en medio de selvas y montañas, es un reto crucial del acuerdo de paz y no será una tarea fácil.

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"El mundo ha cambiado bastante, la tecnología está muy avanzada, tenemos que llegar a actualizarnos, tenemos que ir a la par del desarrollo", dice González, un veterano combatiente que viste traje verde oliva y una gorra camuflada en el campamento del frente 51 de las FARC, en un bosque en medio de las montañas de la Cordillera Oriental de los Andes colombianos.

González, quien solo estudió hasta segundo de primaria y ahora enseña a otros guerrilleros sobre los acuerdos de paz que firmaron las FARC con el gobierno, confiesa que abandonó a su esposa y a sus cuatro hijos en un pueblo del suroeste del país para evitar ser asesinado por sus ideas comunistas, en 1986.

"Antes se manejaba el teléfono de disco, ahora es táctil", asegura riéndose. González, quien no se arrepiente de su pasado con la guerrilla, ve con moderado optimismo el futuro. "Nos queda difícil la tecnología, pero lo vamos a intentar".

Para otros combatientes como Gissella Mendoza, de 33 años, su reincorporación a la vida civil puede ser más complicada. Durante 20 años en las FARC, Mendoza ha aprendido principios básicos de medicina y enfermería, ha salvado vidas después de combates y bombardeos amputando extremidades, suturando heridas y conteniendo hemorragias.

Pero apenas con educación primaria, poco dinero y su pasado como combatiente en un grupo responsable de asesinatos, masacres y secuestros, prácticamente tendrá que empezar una nueva vida e ir a la universidad para cumplir su sueño de ser médico.

"Si Dios quiere voy a continuar estudiando medicina, ¿qué otra cosa puedo hacer yo?," dice Mendoza quien lleva una pistola 9 milímetros en la cintura y luce uniforme verde. "Es interesante salir, seguir estudiando para obtener un título y seguir trabajando".

El campamento del frente 51 de las FARC, al que pertenece Gissella, está ubicado en un frío e inhóspito lugar al que solo es posible llegar después de una travesía de tres días a lomo de mula, bordeando abismos por cimas de montañas, atravesando ríos caudalosos y cruzando avalanchas de lodo y piedras.

El paisaje de verdes y empinadas montañas casi siempre tapadas por una densa niebla blanca, refleja las dificultades que enfrenta la nación sudamericana para resolver los problemas por los que surgió el conflicto armado en 1964.

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POBREZA Y ABANDONO

El aislamiento y la pobreza de la zona van a ser difíciles de superar sin grandes inversiones en carreteras y servicios. Los pocos residentes de la región tienen vacas lecheras, gallinas, cultivan granos y viven en ranchos de madera y tejas metálicas, sin servicios sanitarios, electricidad, hospitales y sin comunicaciones.

En pleno siglo XXI, niños y jóvenes de la zona no conocen un automóvil. Llevar provisiones y sacar un enfermo al sitio más cercano es una misión complicada y peligrosa por el terreno.

Pero el desafío para implementar los acuerdos de paz y llevar progreso a zonas abandonadas por décadas, como esta, será mayor por los altos costos que implica para una economía en desaceleración como la colombiana, debido a la caída de los precios internacionales del petróleo.

El campamento es una construcción de estructuras de madera con paredes y techos de plásticos negros y camuflados. Los caminos internos están recubiertos con tablones y el ruido de un generador de energía a gasolina no logra silenciar los silbidos provocados por el fuerte viento.

Perros y gallinas recorren tranquilamente el lugar en el que se escuchan los cánticos de pájaros y grillos que se mezclan con el ruido del agua de los arroyos.

Los guerrilleros son optimistas sobre el acuerdo de paz, pero no se inmutan al reconocer que están dispuestos a regresar a la lucha armada si sienten que los pactos se incumplen o sus líderes son asesinados por escuadrones de la muerte.

"Si ya el gobierno empieza a incumplir esos acuerdos (...) pues necesariamente hay que volver a retomar las armas. No hay otra salida distinta después de que lo estén masacrando a uno", asegura Gabriel Méndez, un combatiente de 32 años que tras 18 años en las FARC enseña a otros guerrilleros los términos de los acuerdos de paz.

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El temor de los rebeldes a ser asesinados pende como una espada de Damocles. Todos recuerdan el exterminio de la Unión Patriótica (UP), un partido político de izquierda que surgió de un fallido proceso de paz a mediados de la década de los 80.

Alrededor de 5 mil dirigentes y militantes de la UP fueron asesinados en ataques selectivos y sistemáticos de paramilitares de ultraderecha. Muchos guerrilleros que abandonaron las armas regresaron a las selvas y montañas a empuñarlas de nuevo.

Aunque una repetición de esa violencia parece poco probable después de la desmovilización de los escuadrones paramilitares, algunos guerrilleros son cautos. Un integrante de las FARC que pide no ser identificado dice que revertir los acuerdos de paz, conseguir fusiles y regresar a la lucha armada sería relativamente fácil.

Por ahora, los rebeldes que se alistan para marchar a zonas de concentración, son optimistas en dejar las armas y competir por el poder desde el escenario político.

"A los colombianos les han vendido una historia sobre nosotros: que somos diabólicos, pero no lo somos, queremos formar un partido político que nos permita luchar junto al pueblo", asegura Leiver Ramíres, el jefe del frente 51, un rebelde de 38 años de edad y voz suave, después de ofrecer una charla sobre los acuerdos de paz en una aula de tablones de madera y techo plástico adornada con la bandera de Colombia.

INCOMODIDADES Y DISTENSIÓN

Los rebeldes patrullan los alrededores del campamento, escuchan música, ven televisión en la noche con una antena satelital y se turnan para cocinar arroz, fríjoles y carne de cerdo en un horno de barro en una improvisada cocina.

Se bañan con agua fría que baja de la montaña y los árboles les sirven de cortinas ante la falta de privacidad para hacer sus necesidades.

Los rebeldes, que van desde adolescentes a hombres al borde de la edad de jubilación, duermen en improvisadas camas de palos sobre el suelo rellenas de hojas secas y cubiertas con plásticos. La ropa mojada es extendida sobre cables que cuelgan entre los árboles, pero las frecuentes lluvias impiden que calcetines, uniformes y otras prendas se sequen.

La comida llega a los campamentos en decenas de mulas. Cada mes, sacos de papas, pasta, arroz y artículos de higiene abastecen a los combatientes después de una extenuante travesía.

Las FARC han utilizado la extorsión, el secuestro y el narcotráfico para financiar su guerra contra el Estado y proporcionar alimentos, ropa y armas a sus combatientes.

"Lo que tenemos es más que lo que la mayoría de la gente tiene en Colombia. Tenemos comida, estamos organizados, somos como una cooperativa", dice Amalfi, una combatiente de 28 años, que quiere buscar a su familia tan pronto como le sea posible.

Las mujeres constituyen un 30 por ciento del campamento y mientras realizan las mismas actividades que los hombres, combinan sus uniformes con accesorios para adornar sus cabellos y lucen coloridos maquillajes en sus rostros.

Las parejas conformadas en el campamento necesitan permiso del comandante para tener relaciones sexuales, pero el reglamento de la guerrilla prohíbe tener hijos.

El campamento del frente 51 está cercano al del 53 y es posible llegar de uno a otro después de una extenuante caminata de más de dos horas por caminos de lodo y piedra. Los dos forman parte del temido Bloque Oriental de las FARC.

Estos frentes rodearon a la capital colombiana a finales de la década de los 90, atacaron patrullas militares y secuestraron civiles imponiendo terror entre los habitantes de Bogotá. Su objetivo era la toma de la ciudad por la fuerza.

Pero una ofensiva militar sin precedentes que lideró el ex presidente Álvaro Uribe desde el 2002 los obligó a replegarse a lo profundo de las montañas en donde soportaron intensos bombardeos aéreos en las noches. Todos los rebeldes admiten que fue el peor momento de la confrontación.

Un cese bilateral al fuego firmado entre el gobierno y las FARC en junio pasado hace la vida más fácil ahora. Está permitido fumar y encender linternas en la noche para iluminar los largos caminos resbaladizos.

Ahora, los guerrilleros escuchan música, cantan temas alusivos a la revolución, comparten películas en computadores portátiles y hasta juegan fútbol.

El acuerdo final aún debe ser firmado y validado por los colombianos en un plebiscito el 2 de octubre, que será la primera prueba de fuego para la paz en Colombia.

Sin perdón y comprensión, la paz puede fallar y la nación sudamericana podría volver a la guerra, dice Katerine Mendoza, una guerrillera de 31 años, piel morena y dos décadas en las filas de las FARC.

"Éramos civiles, nos alzamos en armas por una necesidad, porque el Estado no nos escuchó", explica Katerine, quien luce un collar con la imagen del fundador del grupo rebelde, el legendario y difunto Manuel Marulanda.

"Y si en este caso el Estado no nos pone cuidado, nos toca con el dolor del alma (volver a las armas) porque uno sabe que la guerra trae muerte, mucho dolor, pero no nos podemos dar por vencidos", asegura en medio del campamento.

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