Miel y Coles

Convenciones periodísticas

El pasado domingo, con la aquiescencia del funcionariato cultural -a la par que inauguraba una exposición-fetiche en el Palacio de Bellas Artes con objetos personales del escritor ausente-, fue conmemorado el primer aniversario luctuoso de Carlos Fuentes en la Sala Manuel M. Ponce, acto que fue debidamente (¿obligadamente?) cubierto (¿reproducido?) por las secciones periodísticas especializadas, exhibiendo, con aparatosa notoriedad, su oficialismo y su apego a las instituciones culturales corporativas. Porque, evidentemente, no hacen lo mismo con otras figuras fallecidas, acaso superiores en las letras, como, por ejemplo, Ramón Rubín, Edmundo Valadés, Augusto Monterroso, Jesús Gardea, Daniel Catán. Etcétera.
 
¿Por qué con Carlos Fuentes sí?
 
No porque se trate de la personalidad señera de la literatura mexicana, que no lo es -por supuesto-; no porque, como subrayaron sus amistades durante la mesa redonda en su homenaje, haya sido el único categórico 'humanista universal' mexicano, que más lo es, y todavía está vivo, para nuestra fortuna, un Miguel León-Portilla; no porque, tal como fueron vertidos con gracia los adjetivos en su recordación, había sido sucesivamente 'crítico', 'cinéfilo', 'visionario', 'múltiple', 'sabio', 'seductor', 'inteligente', 'vital', 'observador' o 'andariego', que, según esos propios exaltadores de su biografía, también lo son... ¡ellos mismos! (si no, no hubieran sido amigo suyo, evidentemente); no, sino, sencillamente, cumplieron con rigurosa disciplina el rito del remozamiento del mito (no 'construcción del mito', que el propio Fuentes se encargó de construirlo), del hombre que fue líder sustancial en la edificación de la moderna intelectualidad mexicana. (Héctor Aguilar Camín se atrevió a decir que también fue... ¡caricaturista!, olvidados todos los ponentes de que también había sido... ¡compositor de ópera!, aunque ésta, intitulada Santa Anna, fue, a todas luces, deficiente e inconexa.)
 
A Plutarco Elías Calles todos los priistras lo van a tener siempre presente, aunque no tengan memoria para recordarlo como un poderoso tirano, por haber fundado, en 1929, el Partido Nacional Revolucionario, que posteriormente se convertiría en el PRI; es decir, cuando la Revolución fue institucionalizada (y ya sabemos que todo lo institucionalizado cede fuerzas a sus posibles raíces autónomas, tal como aconteció, por ejemplo, con el rock cuando por fin la industria discográfica decidió instituirlo). Plutarco Elías Calles, el Jefe Máximo -haiga sido como haiga sido-, fue el protagonista central de esta invención política abarcadora, por lo que eternamente va a ser homenajeado. Más que como presidente de la República, se le menciona como fundador del PRI.
 
Tal cual con Carlos Fuentes, el creador de la Mafia que cimentó los poderes culturales. Todo estaba dispuesto para que alguien, o algunos, los crearan. Nacido en 1928, Fuentes desde joven -como todos los otros actores de la Mafia Cultural, como la denominara con acierto Luis Guillermo Piazza- fue muy cercano al principado, del cual vivió toda su vida, y viajó por el mundo como diplomático servido por todas las instancias burocráticas a sus órdenes, de allí que, aunque sus amigos lo recordaron como un adorador de México, haya preferido vivir la mayor parte de su tiempo en Londres, desde donde despachaba sus ampulosas relaciones públicas, que lo hicieron acreedor a numerosos premios internacionales, al igual que su odiado rival Octavio Paz, también a la diestra de los poderes políticos, viajador a costa del erario, ganador del Nobel de Literatura porque era amigo cercano del juez que decidía el galardón en habla hispana.
 
Y es que, en la juventud de Fuentes, México aún estaba definiéndose, y el país carecía de prominentes figuras literarias contemporáneas (sólo estaban los narradores de las etapas independentistas y revolucionarias), ejercicio que empezaran a crear, tomándose ellos mismos como los insuperados modelos, los intelectuales que conformaban el ceñido grupo de Fernando Benítez, otro escritor cercano al principado que fundara suplementos, revistas e instituciones para beneficiarse a sí mismos, no con ímpetus democráticos, tal como ahora ingenuamente se afirma. El poder cultural lo tiene este avasallador grupo desde el año 1949, en que empiezan a desplegar las alas sus agremiados: Benítez tiene 37 años; Octavio Paz, 35; Fuentes, 21; Juan García Ponde y Salvador Elizondo, 17 años; Carlos Monsiváis, 11, y se uniría a esa poderosa factura intelectual apenas rebasada la mayoría de edad. Porque ese cerrado circuito vaya si no era omnímodo: estaban sus integrantes en todos lados, y aunque escribieran libros fallidos -como los escribió fallidos Fuentes, García Ponce, Elizondo-, nadie lo notaba... ¡porque la crítica literaria la escribían ellos mismos!, tal como se sigue haciendo ahora en las dominantes revistas literarias (donde se aplauden sólo las obras de los allegados, minimizando las de los contrarios o, mejor, ignorándolas), continuando la ejemplar escuela establecida por los jerarcas de la Mafia, en cuyo interior los únicos libros valiosos eran nada más los que ellos escribían.
 
¿Cómo no remozar el mito, entonces?
 
No haber cubierto el homenaje a Carlos Fuentes en Bellas Artes -¿a quién le importa sus últimos libros, si están escritos con fortaleza o debilidad, si dicen algo o puras minucias?, ¿a quién le importan sus intolerancias que mandó al destierro a numerosos noveles autores?- era un acto, pues, 'obligatorio', porque de antemano se trataba, asimismo, de un acto oficializado, institucional, establecido. ¡Y ay de aquella sección que no lo cubriera! Es como no cubrir, en espectáculos, cualquier declaración de Lady Gaga, de Alejandro Fernández, de Britney Spears, de Madonna, de Angelina Jolie, de Beyonce. Sería imperdonable para sus editores y sus directivas felizmente instaladas en los infoentretenimientos. O como, en política, dejar de cubri cualquier acto de Emilio Chuayffet, de Gustavo Madero, de Luis Videgaray o de Miguel Ángel Mancera. Sería fatal no hacerlo. Como fue fatal no haber cubierto el encuentro íntimo de Bill Clinton con Gabriel García Márquez, donde informativamente no sucedió nada (¿y cómo iba a ocurrir con la memoria fallida del Nobel colombiano?)... pero eso era lo de menos, pues lo de más es no dejar de cubrir lo que se ha implantado -a fuerza de reiteraciones e imposiciones de la jerarquía cupular del oficialismo cultural- como norma insustituida del convencionalismo periodístico.
 

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