Simon Levy

El ábaco de Shanghai

Con el señor Xi y su ábaco de Shanghai, entendí el poder transformador de sus palabras: para crear el resultado adecuado, hay que encontrar el método correcto.

El golpeteo de la lluvia en el asfalto era incesante. Todo el movimiento en la zona oeste de la avenida había desaparecido conforme al galopante ruido de la tormenta. Mientras corría, la bruma había borrado las embarcaciones hasta el punto de casi tropezar con el recién inaugurado Bund Bull -una copia idéntica del toro salvaje de Wall Street- pero en la zona financiera más importante de China.

Mis pantalones estaban completamente empapados; ya no podía marchar a más velocidad. Me oculté tras una techumbre del primer edificio que encontré en la esquina de la calle Fuzhou con Zhongshan, la calle que asomaba la vista ribereña al famoso paso peatonal que divide -por el río Huang Pu- una parte de la ciudad de Shanghai.

A unos metros, estaba lo que parecía ser un salón alumbrado por una luz muy tenue. Cuando el frío ya calaba mis huesos, crucé la banqueta rápidamente, empujé como pude la puerta y los carrillones de viento de bronce verde que pendían del techo del salón, interrumpieron con sus campanadas, el silencio de aquel salón de paredes tapizadas con frases e imágenes de Mao.

Entonces, él me observó fijamente con una mirada muy poco amigable...

...Sabía ya que estudiaría Derecho. Marcos, había decidido en aquel abril de 1997, entrar a la UNAM. Era mi mejor amigo y no había conocido a nadie mejor que él para las matemáticas y mucho más, para la física. Lograr estudiar con él en Ciudad Universitaria, me motivó y me dió confianza de lograr mi pase.

En la combi siempre hablábamos del Universo, de Einstein y de sus teorías. Así se nos fue el tiempo cuando llegamos al Colegio de Ciencias Matemáticas en la calle de Tenorios para prepararnos rumbo a nuestro examen de admisión. Él me hablaba de Sagan y yo le hablaba de Mao. No soltaba el Baldor y yo seguía leyendo a Deng...

...Me volví a concentrar en su mirada mientras acariciaba su larga barba blanca en señal de análisis. Unos segundos después, dije "Ni hao" y me llamó con su mano. Rápidamente una chica de nombre Sun, se aprestó a traer fomentos de agua caliente, calcetas blancas y una túnica roja para cambiarme en un pequeño cuarto detrás de las mesas del salón.

Me compartió una bebida caliente de color marrón que me esperaba humeando: el famoso Puerh. Lo empecé a beber a sorbos y mientras el humo se apoderaba de mi rostro, me percaté -y a la vez confundí- por los adolescentes sentados detrás de sus laptops quienes jugaban con algoritmos, derivadas y funciones, detrás del salón de espera el que pensaba yo, era un salón de té.

Cuando se percató que ya no tenía frío y estaba más calmado -el señor a quienes todos llamaban Xi- me dejó con Sun y regresó a su actividad: levantaba y mostraba un ábaco a los que parecían ser sus alumnos de todas las edades, mientras curiosamente trabajaban en hojas de cálculo desde sus laptops.

"Wèile shî jiéguô zhéngquè, shôuxiān yào kâolü tuīlî" repetían cerca de veinte veces la oración dibujada con gis sobre el pizarrón verde y para confirmar que lo que había entendido era correcto, la voz de mi traductor digital me contestó: "para que el resultado sea correcto, primero importa el razonamiento".

Ese no era definitivamente, un salón de té.

Al ver cómo jóvenes estudiaban matemáticas con adultos mayores, me confundía más. Giré entonces mi cara hacia el ventanal que dejaba ver un anuncio -que al caer la tarde- apareció la denominación "Shanghai Mastery", una de las escuelas de la red de enseñanza de matemáticas, premiada mundialmente en las prueba PISA, donde China, como en muchas otras cosas, tomó el liderazgo mundial.

Mi mente se inundó de recuerdos. 13 años antes, en la Escuela de Ciencias, resolví mis deficiencias de matemáticas y ese día accidentalmente reviví mi época de Coapa en Shanghai.

La lluvia repentinamente se detuvo.

Entonces, volví a mirar el letrero luminoso afuera del salón y apareció en mi mente, el "9420911", mi número de cuenta que el domingo 17 de agosto de 1997 miré en la Gaceta de la UNAM con la palabra "aceptado" y corrí desde el puesto de periódicos al lado de la Iglesia de San Agustín más de quince cuadras, con la enorme emoción de comenzar mi carrera en Ciudad Universitaria.

Con el señor Xi y su ábaco de Shanghai, entendí el poder transformador de sus palabras en mi memoria: para crear el resultado adecuado, hay que encontrar el método correcto.

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