Simon Levy

Aquí nos tocó vivir

Su “aquí nos tocó vivir” fue la causa que me hizo entender que los seres humanos no somos víctima de nuestras circunstancias; tenemos el poder creador y transformador de realidades.

Cada vez que podía, los fines de semana en la tarde se convertían en los espacios donde terminaba repitiendo las vivencias de su niñez, particularmente cuando salía de la escuela en la calle de Antonio M. Anza y caminaba hasta Coahuila, al llegar a su casa. En ese camino —nos decía— comían muéganos y gaznates; a su decir, los mejores de la colonia Roma.

Después de haber tenido una férrea educación religiosa, proclive a no pensar sino más bien a obedecer —nos contaba a mi hermano y a mí— las razones por las cuales tuvieron que volver de Ciudad Guzmán, la perla de tierra de Juan José Arreola y de quien era vecino, a la Ciudad de México.

Normalmente en las mañanas no sólo nos daba temprano el desayuno que terminaba preparando disciplinadamente la noche anterior y nos llevaba a la escuela sin que llegáramos un solo minuto tarde, sino que a veces, cuando me daba gripa, atestiguaba lo puntual que era en su trabajo, allá en la calle de Kelvin en la colonia Anzures.

En los siguientes años, ya de más grande, me dejaba acompañarle; saludaba al bolero como si fuera su conocido de años; al cuidador de coches todos los días le llevaba un detalle por su trabajo. A Horacio, el conserje del edificio donde laboraba, le daba juguetes y comida a sus hijas casi a diario.

Yo tenía entonces cinco años, y sólo guardaba silencio pero grababa en mi memoria todas las imágenes.

—"Lo que te va a permitir salir adelante en la vida es cómo tratas a los demás. No porque grites o hables más fuerte, vas a tener la razón. Nunca olvides que lo que siembras en los demás terminas cosechando".

Aunque yo estaba todavía bastante pequeño, ya podía entender las "fiebres de sábado".

Ese día, particularmente se decidió a explicarme todo lo que se pudiera en cuanto a modales y trato con el prójimo. Me veía y me sentía cada vez más agresivo.

Desde la tarde, en la primera vez que me llevó con mis primos a una de las heladerías más famosas de los ochentas, Danesa 33, me dijo: —"Nunca dejes de dar gracias y el saludo; trata a todos por igual".

Normalmente solía dormirme a las ocho de la noche. Sin embargo, ese sábado me hizo quedar despierto hasta las nueve. Pensé esperanzado que me dejaría ver el auto fantástico. Sabía que David Hasselhoff era mi héroe.

Pero no, de repente, sintonizó canal 11 y empezó a sonar el mambo del Politécnico.

—"Dicen que aquí en Chimalhuacan, todos los momentos; todas las estaciones del año son difíciles".

La voz de una señora llamada Cristina Pacheco se escuchaba en el televisor RCA color track de 13 pulgadas que recién estábamos estrenando. Era septiembre de 1988, tres años antes, lo habíamos perdido todo con la caída de la fábrica de mi papá en la calle de Regina del centro de la Ciudad de México.

Entonces, de vuelta al programa, Cristina enseñaba la vida de Sebastián quien era estudiante de la escuela Simón Bolívar, en medio del barrio de Plateros. Cristina me hizo perderme en una realidad que pese a no ser mía, abrazó mi cuerpo, las imágenes borrosas del televisor donde habían paredes de ladrillo rojo mal apilados, donde no habían pizarrones, no había piso y tampoco techo.

Mientras me veía de reojo para ver como reaccionaba me decía con sus ojos sin decir una sola palabra: —"¿Te das cuenta de todo lo que tienes? ¿Ves cómo puedes transformar tu vida? ".

Para ese entonces, ya era la jefa de familia; el sostén material y anímico de todos.

Esa noche de septiembre del 88, apareció Chimalhuacán pero apareció más el ser humano que me estaba educando detrás del telón. Se aprestaba a darme una gran lección: entender desde niño el peligro de confundir necesidad con deseos.

Su "aquí nos tocó vivir" fue la causa fundamental que me hizo entender que los seres humanos no somos víctima de nuestras circunstancias; tenemos el poder creador y transformador de realidades.

No sólo es la mujer, es la fuerza que me fue formando con sus vivencias. Su humanismo se volvió en mi motivo de vida. Sí, ella nos enseñó a salir adelante, me enseñó a entender con su vida que origen no es destino.

Fue difícil ser educado a no fracasar, pero fue precioso ser educado por mi mamá a ser y no a poseer.

COLUMNAS ANTERIORES

La trampa del ingreso
Lo que aprendí en Bangalore: democratizar riqueza

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.