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Lluvia severa y vientos fuertes

El hablar lento enmascara ese pensamiento torvo del ególatra y sociópata que se arroga todo lo positivo y nunca es culpable si algo salió mal.

Tiene un amplio repertorio de ideas simples y frases fáciles a las que se aferra. Porque para Andrés Manuel López Obrador gobernar es un concurso en que se conceden puntos por palabrería, por tener a la mano rápidas respuestas, de ser posible contundentes y que dejen callado o pasmado al auditorio. Desde su imaginación, fecunda como pocas, afloran las expresiones, algunas pretendiendo reflejar la sabiduría de ese pueblo que dice representar.

Lo menos importante son la realidad y la veracidad. La distorsión, exageración o falsedad más descabellada se entremezclan en las palabras presidenciales sin rubor ni pudor. No se trata de explicar, tampoco de justificar, sino de enaltecerse a sí mismo y sus acciones, al tiempo que se busca minimizar el desastre y arrojar la porquería por debajo de la alfombra.

El tabasqueño es un mentiroso contumaz, cínico y descarado. Su probada fórmula es estirar la liga de la credibilidad al máximo. Hace mucho que descubrió que, por paradójico que parezca, las grandes mentiras se aceptan con mayor facilidad que las pequeñas. Lo fundamental es decirlas y machacarlas con todo el aplomo de un demagogo consumado. El hablar lento enmascara ese pensamiento torvo del ególatra y sociópata que se arroga todo lo positivo y nunca es culpable si algo salió mal.

El refugio son las imágenes e ideas resumidas en una expresión de pocas palabras y fácilmente asimilables por aquellos dispuestos a creer. AMLO es un aferrado de las frases. “Abrazos, no balazos”, “Nosotros no somos iguales” o “No mentir, no robar, no traicionar” destacan entre muchos ejemplos que repite con desparpajo cuantas veces la ocasión lo requiere. El sistema de salud utópico que ha ofrecido por años y que nunca llegará, lo cristaliza en una palabra: “Dinamarca”.

Lo bueno se infla, los desastres se minimizan, o incluso se presentan bajo una luz positiva, por inaudito que ello pueda parecer. Quizá el mejor ejemplo es la pandemia. México convertido en un matadero y el Presidente, refugiado en Palacio Nacional, emitió su veredicto: “nos vino como anillo al dedo”.

La reciente tragedia de Acapulco ha presentado al tabasqueño en toda su bajeza, sin la menor vergüenza por el abismo que media entre sus palabras y los hechos comprobables. Ante la furia por su ausencia de la zona de desastre, dijo contundente que fue al puerto y lo recorrió, evaluando todo lo que hacía falta. El enamorado de su propia imagen no tiene una sola que sustente su dicho, fuera de la histórica fotografía que lo muestra atascado en el lodo del camino. Hace mucho que aprendió que la realidad lo puede desmentir, pero que eso no tiene importancia: es cuestión de sostenerse en la falsedad y quedarse tan tranquilo.

¿Recursos para enfrentar la emergencia? Soltó dos palabras: “presupuesto infinito”. Tan simple, tan potente, todo el dinero que hiciera falta, para a continuación eliminar a 45 (de 47) municipios de la lista de afectados por el desastre natural y, finalmente, que su partido aprobara en la Cámara de Diputados un Presupuesto de Egresos para 2024 sin un solo peso adicional asignado para enfrentar la tragedia. No importa, hay “presupuesto infinito” aunque no haya dinero, porque así lo dice el señor.

Finalmente, el Diario Oficial de la Federación, en su edición de ayer, notifica el fin de la emergencia en los dos únicos municipios que habían quedado en la lista. No por un huracán de categoría 5, sino por la “ocurrencia de lluvia severa y vientos fuertes”.

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