Gente que huye dispuesta a todo para no ser atacada por criaturas monstruosas, para no convertirse en un zombi más de una tribu enferma, para tener una vida ya no de riquezas o lujos, sino donde sea predecible el salir y volver a casa, el vivir sin jugar a la ruleta rusa en cada interacción.
Las imágenes y las crónicas periodísticas de la avalancha humana que busca entrar a Estados Unidos son propias de una serie; de, por ejemplo, The Last of Us, que recientemente capturó audiencia masiva en varias latitudes.
Pero, obviamente, no estamos ante una ficción ni la gente huye o se atrinchera para no ser infectada por quienes han dejado de ser humanos por causa de hongos.
Aunque esa ficción puede ayudar, como en tantas ocasiones, al ponernos un espejo.
Cambiemos los temibles hongos por Estados disfuncionales donde los individuos y sus familias están a merced de miseria, enfermedades, falta de horizonte educativo y/o laboral y, por supuesto, de criminales que dominan el barrio, el pueblo, la región, la provincia, el país.
Esos que corren para agolparse a las puertas del imperio saben sumar y restar perfectamente. Entienden lo mucho que costará vivir el sueño americano, como entienden que casi cualquier sacrificio que se les pida será menor a resignarse a la muerte en vida donde hoy están ellos y los suyos.
Sí, siempre hay gente, como en las series también, que en el camino engaña a otra, que en la ruta se aprovechará para explotar al prójimo, que pateará al pateado, que robará al que ya nada tenía, que violará o macheteará hasta por placer. El trayecto también es a través de Estados disfuncionales, de la selva.
El riesgo mayor es fallecer en el intento. Morir en un llano de San Luis Potosí o en una cañada de Chiapas; ahogado en un río, asesinado detrás de un camión, asfixiado por humo en una estación migratoria mexicana o en un tráiler de polleros incluso cuando ya habías cruzado la anhelada frontera del río Bravo.
Pero ¿qué no es lo mismo –el riesgo de morir– si se quedan donde están? Y ese “donde están” incluye, por supuesto, México, y ese “quedarse” aplica a mexicanas y mexicanos.
Hay muchos venezolanos, pero no sólo venezolanos entre quienes huyen para no ser zombis. Hay de múltiples nacionalidades y hay –desde luego– connacionales.
A lo mejor ellos están mejor que tú y yo. No, no me comparo ni por una fracción de segundo con ningún migrante. No me apedrees aún. Sólo quiero poner una hipótesis: ellos ya saben que, en efecto, no hay futuro en quedarse en México, ni entre nosotros, porque saben que la cosa aquí también sólo va a empeorar, a pudrirse sin remedio, que es mejor correr ya, y antes de que otros millones caigamos en cuenta que ellos vieron primero lo que se avecinaba.
Y por si hiciera falta decirlo, esto no es nuevo, ni siquiera inédito, coyuntural y mucho menos pasajero. Las migraciones han marcado a la humanidad, a América y a México. Y es que es “normal” que miles crucen diario a través de nuestra República.
Es una tragedia que hemos invisibilizado. Por donde pasan sentimos un alivio callado de eso, de que pasan, de que se van, de que dejan nuestras calles, nuestras ciudades. Pero ¿en realidad son nuestras estas ciudades, este país?
Les digo que ellos saben más que nosotros. Como en The Last of Us, donde unos tienen coraje, mientras los demás sólo un poco de tiempo antes de sucumbir.