Rolando Cordera Campos

Notas para después del diluvio: primeros pasos (I)

Una intervención estatal de gran calado implica, por ahora, abandonar la idea de que el Estado no debe contratar más deuda.

Debido a la invitación del Consejo Coordinador Empresarial para participar en una de sus mesas sobre la situación nacional, "Recuperación en el mediano y largo plazos", la ocasión me motivó a escribir a "bote pronto" este texto sobre el desafío del desarrollo, una vez que hayamos saltado el terrible foso de la pandemia y de la recesión económica que precipitó. Espero que contribuyan a estimular nuestras reflexiones sobre y más allá de la crisis en pos de un desarrollo que se nos extravió hace demasiado tiempo.

Mucho se ha escrito sobre la pandemia sanitaria y económica que infecta, afecta y abruma al mundo entero y, mucho se seguirá escribiendo en la medida en que los diversos países y las diferentes realidades y políticas públicas avancen o, por el contrario retrocedan. La emergencia nos coloca frente a un fenómeno sin precedentes, por lo que es necesario estar dispuestos a repensar ideas, ajustar estrategias y, atreverse a dejar de lado lo caduco.

En este sentido y sin otro ánimo que ayudar(me) a otear un poco más allá de la vacilante cotidianeidad es que en esta colaboración y la siguiente, quiero imaginar un supuesto constructivo en el que México pudo sortear el aluvión trágico de la crisis y que pudo plantearse una vuelta a las actividades en condiciones de relativa y generalizada seguridad sanitaria. También, que gracias al esfuerzo conjunto de las fuerzas productivas nacionales, el país logró salir al paso de una crisis mayor de desempleo abierto e inocupación galopante y cuenta con las condiciones mínimas necesarias para recuperar su economía y que, ahora sí, gracias al esfuerzo alcanzado por las fuerzas productivas se está en la posibilidad de explorar territorios ignotos, pero indispensables, para construir un nuevo curso de desarrollo.

Siendo éste mi punto de inicio, empiezo con el diagnóstico. Es conocido por varios, y sufrido por muchos millones de mexicanos, que la trayectoria económico-social del país en los últimos cuarenta años ha sido socialmente insatisfactoria. Que el crecimiento ha sido mediocre, apenas por encima del aumento demográfico y, por lo tanto, incapaz de generar los empleos formales, bien pagados y duraderos que la dinámica poblacional demanda. Baste considerar que entre 1981 y 2000 el PIB fue de 2.1 (el PIB per cápita 0.4) y entre 2000 y 2019 fue de 1.9 (y el PIB per cápita 0.6).

Este mal desempeño económico, al que solemos asociar al crecimiento del PIB total y por persona, tampoco ha generado los excedentes necesarios para ofrecer a la población protección social sostenida, oportuna y progresivamente generalizada; por ello es que los hogares mexicanos tienen que destinar un poco más del 40 por ciento en pagos directos en salud, un nivel similar al de Latvia según datos de la OCDE de 2019. Además de que se mantiene una sistemática violación a la Constitución que en 2011 estableció a los derechos humanos en el centro, con lo que se incluyeron en la carta magna varios de los acuerdos internacionales firmados por México sobre promoción y protección de los derechos humanos fundamentales, en particular aquellos designados como derechos económicos, sociales, culturales y ambientales.

La consecuencia de muchos años de mal desempeño económico resulta necesariamente en un cuadro de vulnerabilidad, carencias y bajos ingresos promedio como el que gracias al Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL) conocemos, cuyos datos recientes (2018) indicaban 52.4 millones de mexicanos pobres (41.9 por ciento); 9.3 millones en pobreza extrema, y un 57.3 por ciento carente de seguridad social, realidad que debería ser más que suficiente para echar a andar una recuperación valorativa que ponga en el centro una mayor capacidad de gasto y una mejor asignación.

Se trataría de una nueva distribución de los recursos públicos, bajo control del Estado, para priorizar los renglones laborales y sociales que constituyen la base del bienestar generalizado. Por ello, conviene no dejar de insistir en que el camino no está en mantener unos equilibrios macroeconómicos, con cargo a la contención del crecimiento y el posible colapso productivo. Conviene tener presente que la Secretaría del Trabajo reportó la pérdida de 347 mil empleos formales para los primeros quince días de abril, en contraste con los cerca de 342 mil empleos formales que pudieron crearse en 2019.

De hecho, deben reconsiderarse los límites del endeudamiento público y aumentar el tope de requerimientos financieros del sector público por 2.6 por ciento del PIB previsto para 2020, de acuerdo con las necesidades impuestas por las nuevas circunstancias. Una intervención estatal de gran calado implica, por ahora, abandonar la idea de que el Estado no debe contratar más deuda.

Si lo que se busca, como se ha dicho, es alcanzar un crecimiento económico superior al registrado por México desde que se embarcó en su "Gran Transformación" y si, también, se tiene como prioridad poder ofrecer empleo a todo quien lo requiera y busque, estamos hablando de tener tasas de crecimiento superior a 4.0 por ciento anual y contar con una disposición de recursos públicos en torno al 25 por ciento del PIB como porcentaje del gasto público cuya composición, en principio, tendría que orientarse a rehabilitar y ampliar los servicios públicos destinados a la protección social y, más allá, la seguridad humana.

Proteger el empleo y el ingreso es, debe ser, herramienta fundamental de las políticas públicas para impedir que el país ingrese en un tobogán de desocupación y empobrecimiento. Es buen momento de enmendar el círculo perverso del no crecimiento económico con su falta de empleos y sus derivadas, a saber: precarización laboral, economía informal, marginación, delincuencia.

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