Rolando Cordera Campos

Mal asunto, en mal momento

Parecemos ir a la deriva, aunque algunos pretendan que se puede navegar al pairo. Tiempos duros los nuestros; un mundo aturdido por la demagogia cínica y la ambición ciega.

Entre los axiomas principales de la conducción económica para su desarrollo, recuperación o expansión, está el entorno adecuado. Para esto, se precisa de la observancia y el respeto de nuestros ordenamientos legales así como buenas dosis de certidumbre en cuanto al desempeño fiscal y financiero del Estado, acceso más o menos seguro y oportuno a bienes indispensables para muchas actividades diversas, etcétera.

No lejano a esto, que debería ser lugar común del diálogo cotidiano sobre la política económica y la economía, está el gran tema del acceso a la información oportuna y adecuada, conducente a prefigurar desempeños generales o sectoriales para tomar decisiones de inversión, compra o venta de mercancías de los agentes económicos. También, lo hemos aprendido a costa de muchos tropezones que, para tener una economía en movimiento sostenido y al ritmo de las necesidades de la sociedad, se requiere algo más. En esto, parece claro para casi todos los jugadores que se requiere del auxilio de entidades no sujetas de manera directa a las presiones de alguna constelación de intereses económicos o financieros; no sometidas, en todo caso, a las presiones de la competencia o el mero ejercicio del poder de ser accionista.

Así, podemos decir que no basta con asegurar el "libre juego" de las fuerzas del mercado para lograr que éste, además de mercancías y ganancias, produzca una corriente sostenida y creciente de oportunidades de empleo, ganancias e inversión. Hay que pasar, entonces, de la mano invisible a precisar, identificar y echar a andar la "mano visible" asociada con la política y el Estado y no con fuerzas ocultas y regidas por fuerzas misteriosamente organizadas.

Por otro lado, tampoco es suficiente con tener a la mano un Estado; éste tiene que estar por encima de las llamadas señales del mercado, generalmente de corto plazo, para generar visiones de mayor amplitud, lo que difícilmente pueden conseguir los diversos intereses privados. De aquí la importancia y necesidad de un Estado que pueda hacer las veces de un "empresario colectivo", afortunada fórmula de Ha-Joon Chang, capaz de ser el eje articulador de las más diversas potencialidades y visiones de la opinión pública para convertirla en sentido común de las cosas económicas.

El espíritu libertario que se apoderó de los sentimientos sociales y nacionales por más de treinta años, al calor de la "revolución de los ricos", quiso arramblar con las pocas instituciones con que la sociedad contaba para medio guarecerse de las amenazas de la inseguridad pública y los tumbos de la economía. En aras de un federalismo mal entendido, no pocos gobernadores y grupos empresariales quisieron, por ejemplo, inventar su propia estadística para salir al paso de las métricas dirigidas a racionalizar la distribución de recursos y obligaciones financieras, necesarias para la estabilidad económica del país. Otros, han promovido una suerte de condonación fiscal que haga las veces de Robín Hood "moderno" y reparta entre los menos los frutos, exiguos por cierto, de la solidaridad mínima recogida en los acuerdos de coordinación fiscal.

Ecos de estas "conveniencias" a modo buscan un mismo resultado: poner en entredicho la necesidad del Estado y sus organismos de intervención y modulación del conflicto, cuando no negar la existencia o la importancia, de los desequilibrios sociales y regionales para confirmar(se) sus certezas. Así, se invierten los términos y, por ejemplo el salario es visto como generosidad patronal y el empleo como una gracia divina. Se tienden velos de engaño y se fomenta la ignorancia que, a la postre, repercute sobre la conciencia ciudadana y maniata el despliegue de formas de participación productiva.

Por ello nadie debería llamarse a engaño. Tenemos un archipiélago de modernidades mal articuladas y sin conexiones eficaces entre ellas; de aquí la materialidad económica de los muchos Méxicos y su palpable pérdida de cohesión social, inestabilidad política y disrupción comunitaria, articulada por la espiral de violencia e inseguridad.

La nuestra es una profunda crisis de estatalidad que se retroalimenta con un también profundo déficit institucional que toca nuestros sentimientos morales y deja desnudo, en más de un sentido, al sector público que con enormes dificultades pudo erigirse en los treinta años desarrollistas que siguieron a la profunda reforma estructural y del Estado realizada por el presidente Cárdenas y su gobierno. Superar tal crisis y enmendar ese déficit, debería ser tarea de todos.

Ni dinero público suficiente para acometer las tareas elementales para la recuperación del crecimiento y la reinvención del desarrollo, mucho menos el ánimo colectivo necesario —dentro y fuera del Estado y sus órganos representativos— que ofrezca contextos propicios para la gestación de proyectos que pongan en movimiento la máquina oxidada y un tanto desvencijada de la administración pública: así están las cosas y nosotros con ellas.

Se nos extravió la gana de cambio y desarrollo. Nuestro aprendizaje democrático se atoró en la liviandad del ser pluralista que surgió de las reformas y transiciones de fin de siglo. Parecemos ir a la deriva, aunque algunos pretendan que se puede navegar al pairo. Tiempos duros los nuestros; un mundo aturdido por la demagogia cínica y la ambición ciega.

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