Opinión Rolando Cordera Campos

Los hoyos negros de la apertura

Evitar que el país se nos fuera de las manos fue la divisa principal del ajuste que antecedió a la drástica apertura externa que buscaría coronarse con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte.

No parece recomendable empezar el año machacando el viejo credo de la macroeconomía tal y como nos lo legaran Keynes y los suyos, pero parece inevitable. Y no tanto porque suframos del mito del eterno retorno, sino porque las relaciones y vínculos que dan cuerpo y sentido al conjunto económico se han configurado de tal manera que aquellas conexiones descubiertas por Keynes siguen con nosotros.

De hecho, esas relaciones y determinaciones han retomado su poderío predictivo gracias a la falta de instrumentos que aqueja al Estado y ha convertido a la economía nacional en una variable dependiente en grado extremo de lo que ocurra en la economía estadunidense.

Lo que se hizo con la apertura externa para la globalización pronta del país y su aparato productivo fue renunciar a hacer política económica nacional, atendiendo a criterios definidos por las voluntades sociales e interpretados por el Estado en su sentido amplio. Si en efecto, como han dicho y redicho los profetas, de lo que se trataba era precisamente de eso, de someter a la política nacional a los dictados de la economía global y sus principios de competencia abierta y sin concesiones, no hay duda de que se logró con creces. Lo malo fue que, al volvernos una economía política de reflejo, hubimos de resignarnos a seguir la suerte del principal y a aceptar como dones magníficos unas tasas de crecimiento económico muy por debajo de lo socialmente necesario.

Los datos y las cifras ya hablan por su propia cuenta: nos sumimos en una trampa de lento crecimiento con desigualdad que no puede sino propiciar una pobreza de masas inconmovible y hacer de esa desigualdad la fuente casi única de las ganancias generales y el yugo implacable de un régimen salarial y de ingresos del trabajo también muy por debajo de lo que se consideraría los mínimos necesarios para auspiciar ritmos de crecimiento mayores que los observados en las últimas décadas. La gran proeza quedó en la cuneta del cambio estructural y la necesidad de hacer cambios en la estrategia seguida debería ser obvia a estas alturas del juego democrático que también nos acompañó en estos decenios de penuria consagrada.

La apuesta por el control, en realidad sometimiento, del Estado a los designios de la globalidad se justificaba a la luz de los desastres a que nos llevara la crisis de la deuda externa y el draconiano y frustrado ajuste implantado por el gobierno para lidiar con las calamidades de la hora. Ni se pudo domar la inflación, determinada cerradamente por la cascada devaluatoria del peso, ni se pudo retornar a los senderos del crecimiento rápido que había prometido la nueva riqueza petrolera y que la especulación y la precipitación de los ricos y el gobierno echaron por la borda.

Evitar que el país se nos fuera de las manos fue la divisa principal del ajuste que antecedió a la drástica apertura externa que buscaría coronarse con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. No se nos fue e incluso pudo cocinarse una buena consumación de la apertura política iniciada en 1977 y que al fin del siglo trajo consigo la alternancia en la presidencia de la República, los poderes locales y el propio Congreso de la Unión.

Y, sin embargo, la economía apenas se movió porque se renunció a hacer política para el desarrollo y el aprovechamiento de la apertura misma. La democracia no produjo buen gobierno y se volvió epidérmica, mientras que la desigualdad y la pobreza se instalaron como formas de ser, cultura profunda y resignación colectiva ante lo que pronto se instaló como destino único, inapelable.

Y en esas estamos y así empezamos una nueva década del nuevo siglo. Con esperanzas renovadas que no parecen estar dotadas de fuentes renovables y bajo unos criterios de supuesta austeridad que no portan promesa alguna de mejoramiento social mayoritario y renovación productiva con potenciales de desarrollo efectivo.

Sin capacidad de gasto e inversión por parte del Estado, de esa trampa de cuasi estancamiento no saldremos. Tampoco servirá de mucho la rotunda victoria popular por la vía electoral de 2018. Un laberinto que sólo sortearemos si la unidad a la que convoca el presidente se forja a partir de objetivos claros y compromisos precisos de inversión y contribución. Sin esto último no habrá razones que duren para que el "rayito de esperanza" se vuelva claridad y transparencia para todos.

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