Rolando Cordera Campos

Le llamaban Presupuesto

Si no reinventamos la política económica para definir sus objetivos, tamaño y morfología, el Presupuesto será histórico por lo grotesco.

En un ayer cada vez más lejano, siempre estábamos a la espera de que el Presupuesto trajera sorpresas y que, desde luego, fueran promisorias. Que hubiera dotación de bienes y servicios públicos suficientes y viables financieramente, y que mediante la redistribución de la riqueza y los ingresos las brechas económicas, sociales y culturales fueran reduciéndose.

Por un breve tiempo, las zonas deprimidas y los grupos marginados del progreso recibieron mayor atención; se trató de una consigna mayor en materia social, acuñada por el presidente López Portillo cuando descubrió, en su campaña solitaria, la magnitud de esos queveres y se propuso convertirlos en quehaceres del Estado. Eran los tiempos de un Estado 'condenado' a ser rico y capaz de convocar a administrar la abundancia.

Antes, sin olvidar a los pobres que reclamaban justicia, no sólo agraria sino cada vez más insistentemente en las urbes donde se gestaban los nuevos reclamos y litigios en torno a la propiedad y la riqueza, el dinero público se lo agenciaban los proyectos de inversión para el desarrollo: la infraestructura, el riego y las presas, la electricidad, hasta la industria que emergía y en la que los gobiernos habían contraído compromisos y obligaciones varias: el azúcar y los ingenios; el acero y las siderurgias; la energía y el impulso al abasto energético seguro y oportuno.

En fin, que en aquellos tiempos todo o casi era modernidad y que, para transmutarse en desarrollo justiciero o redistributivo, se anunciaba el aseguramiento colectivo y la expansión en la atención primaria de la salud, acompañada por extraordinarios institutos de alta especialidad en campos del corazón, la nutrición, la respiración, los huesos y hasta el cáncer.

Entonces, casi nadie osaba desentrañar las deficiencias e insuficiencias de tanta expansión; sin embargo, empezó a ser frecuente la publicación y discusión de textos en las universidades y, en los propios cubículos y salas de juntas del sector público, se aprendía no sólo lo elemental, sino que algunos se atrevían a medir y entender lo arcano y lo complejo.

Mal que bien, fueron décadas de aprendizaje y experimentación, aunque siempre sujetos y bien atados por la disciplina estabilizadora, impuesta después de años desbocados y abusos de confianza que pusieron al propio Estado al borde de desequilibrios fundamentales, de los que nos hablaran desde la CEPAL, Juan Noyola y Celso Furtado acompañados por Víctor Urquidi y otros mexicanos que se atrevían a desplegar un pensamiento crítico. Pensamiento que era poco visitado en aquella época de disciplina y autoridad vertical de la presidencia autoritaria.

Después del desplome de la estrategia desarrollista, de una industrialización dirigida por el Estado como acertadamente la bautizaran años después Rosemary Thorp, Enrique Cárdenas y José Antonio Ocampo, aunque el Presupuesto no dejó de ser receptáculo de proyectos específicos y campo de lucha entre alternativas, se fue relegando su función central como contexto político y constitucional para dirimir cuestiones clave de la política económica y la social.

En los corredores del poder presidencial, empezó a predominar la política monetaria sobre la política fiscal; también, una visión estabilizadora sobre la del desarrollo que, por definición, implica desequilibrios y, por ello, la intervención permanente del Estado para modularlos y acompasarlos con objetivos mayores, digamos que transformadores. Dejó de ser considerada herramienta propia de la política económica para poder impulsar agenda y prioridades nacionales.

Llegó la égida neoliberal, que ahora me entero nunca existió (o que siempre ha existido), y los equilibrios y dogmas fiscales y mentales se impusieron como principios rectores del desempeño público y del gobierno del Estado. Lo que antes eran recortes, exigidos tanto por determinadas coyunturas, habida cuenta de la secular penuria fiscal del Estado y la también secular renuencia de los ricos a cualquier intento de reforma tributaria y fiscal, como también por la persistencia de nuestro talón de Aquiles resumido en el desequilibrio externo, se volvió política de Estado coronada en democracia y alternancia por el vicepresidente Francisco Gil Díaz, que reinó como amo y señor de las finanzas públicas por más de un sexenio.

Ahora, todo parece haber sido interiorizado ya no sólo en los corredores del poder sino en los reflejos más profundos y alertas del mando público, que a diario se expresan en el discurso presidencial. De vez en vez, coreado no sólo por los vulnerados y vulnerables de hoy, ayer y antier, sino por la burocracia del Estado y los empresarios de todo tamaño y vocación, quienes requieren de una política de estímulos y promociones de emergencia. Pero las cosas del querer son de pasión más que de razón, qué le vamos a hacer.

El Presupuesto para el año entrante, que sin 'nacer' se antoja ya exhausto, viene duro como el hueso. De una manera nada realista ni racional, se hace cargo de la carencia financiera apelando al peor y más contraproducente de los recursos: el recorte across the board, sin atender ni entender mínimamente al perfil de una coyuntura abrumada por el receso de la República y su maltratada estructura productiva. Más que la enfermedad misma, el remedio empeorará el estado de nuestra economía y la de cualquier economía monetaria y de mercado.

La nuestra es una situación maldita de la que parece que no hay escapatoria. Lo recordarán algunos, el culto a la austeridad se volvió austericidio, jettatura maligna en 2009.

La discusión que habrán de tener diputados y senadores debería ser una auténtica conferencia constitucional del Congreso de la Unión. Un Parlamento decidido a revisar unas (auto)disciplinas que han corroído nuestro orden económico, político, social y cultural; buscar corregirlas gradual, pero sostenidamente para llegar al 2021 con los compromisos liminares para acometer desde enero una profunda reforma hacendaria, que empiece con los tributos y aterrice en su asignación racional, con base en métodos y formas de programación que hagan honor al sentido común sin renegar de lo aprendido y experimentado en México y el mundo.

Sólo así habrá gobernanza en la política económica y social del Estado y podrá asegurarse la convivencia social y ciudadana de una comunidad muy grande y adulta que, a pesar de lo que se diga, sufre carencias elementales sin gozar de satisfactores propios de la vida global moderna a la que nos incorporamos por la puerta de atrás.

Si no reinventamos la política económica para definir sus objetivos, tamaño y morfología, el Presupuesto será histórico por lo grotesco. No más caminos sino despeñaderos. Y esa historia no será para enseñarla ni en la primaria.

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