Rolando Cordera Campos

La política es… la política

El costo para la política democrática puede ser mayor y de incalculables consecuencias para el de por sí abollado orden público con que contamos.

Los desafortunados desencuentros en el gobierno del presidente López Obrador ocurridos al calor de la renuncia del secretario Urzúa a su cargo de secretario de Hacienda, tienen una raíz más profunda que el agotamiento político de Urzúa y el mal talante del presidente. Se inscriben en la misma matriz de forma de gobernar e interpretar la comunicación política donde hay que ubicar la inaudita reacción de la secretaría del Bienestar contra la Comisión Nacional de los Derechos Humanos y lo que venga y pueda venir contra el Instituto Nacional Electoral, sus dirigentes y consejeros.

Esta matriz o contexto se fue conformando con los años, en buena medida como reacción defensiva del movimiento encabezado por el ahora presidente, pero sobre todo como una forma específica de expresar una visión sobre la política, el Estado, la economía y la propia democracia. Ahora, esta mezcla amenaza volverse una suerte de ideología de Estado que tiene como mecanismo articulador principal el desprecio, rechazo o franca animadversión de Morena y sus dirigencias al Estado. Sin importarles mayor cosa que haya sido dentro de este Estado que el movimiento haya llegado al poder constituido, los morenistas no han dejado de presentarse ante el público y ellos mismos, como los principales enemigos del régimen y del orden estatal que lo sostiene.

Ciertamente, se puede desechar o postergar el juicio de esta conducta apelando a la curva de aprendizaje y metáforas similares al uso y que, en buena parte, sirven como placebos para no angustiarse demasiado ante un fenómeno político cuyos panoramas no son propios de la calma que sigue a la tormenta sino de la tormenta misma. Como si en el ánimo y las inclinaciones más íntimas y profundas de los ganadores estuviesen la furia y el sonido de una revolución que, para serlo de veras, tiene que ser permanente y sin mayor trámite desenvolverse como una gran transformación cultural. De igual calado, aunque de signo contrario, a la que pretendieron realizar los ex jóvenes turcos de la revolución neoliberal a fines del siglo pasado y en la primera década del actual.

Son demasiadas transformaciones para un tiempo confuso y de por sí turbulento, pero no se trata de imitaciones extralógicas, que dijera Don Alfonso Reyes. Se emparentan con el reclamo airado de los náufragos de la hiper globalización finisecular y con quienes han llevado a cuestas los enormes daños de la Gran Recesión y su secuela de austeridad absurda, en Europa y en parte en los Estados Unidos de América.

El caso particular de la secretaría de Hacienda ha dejado de ser un "misterio", como lo llamara en su tiempo el gran periodista que fue José Alvarado. A lo largo del siglo y prácticamente sin excepción, Hacienda se volvió transparente y dejó de ser el flanco opaco de los abogados que la han poblado y manejado por décadas o centurias. Dejó de ser la fuente de iniciativas para formas desarrollistas de gobierno de la economía, para convertirse en una receptáculo cada vez más pasivo de las instrucciones presidenciales o las presiones y exigencias cupulares, domésticas y globales.

Urzúa topó con este escenario y hubo de descubrir, o volver a hacerlo, el meollo esencialmente político de su quehacer, sin menoscabo de sus pretensiones legítimas de hacer política económica conforme a la evidencia y después de analizar en lo posible las implicaciones varias que la interdependencia económica propicia sin remedio, en ocasiones a través de resultados inesperados o indeseables. Todo esto forma parte de la parafernalia de la política moderna y no hay destreza tecnocrática o inspiración afortunada que pueda evitarlo.

La reacción presidencial frente a la renuncia de su secretario; sus epítetos derogatorios de las posiciones del economista; su renuencia a encarar algunos de los temas graves señalados por Urzúa al hablar de personal mal calificado, intervenciones indebidas o, de plano, "conflictos de interés", nos remiten a un peligroso y arriesgado proscenio donde no parece haber campo para el intercambio racional y entre iguales. Donde lo que impera es la opinión del mandatario sin que medie el sentimiento de los mandantes, más que cuando se trate de constelaciones de poder e interés no representadas claramente en los órganos colegiados representativos del Estado. Ahí donde debería procesarse y afinarse la política económica conforme al canon republicano que nos inspira y debería ordenar al conjunto de la política, en especial aquella que se dirime en el interior del propio gobierno e involucra a organismos fundamentales del edificio estatal, como es la Suprema Corte y el poder judicial en su conjunto, así como la CNDH y las comisiones estatales, o el Banco de México y similares.

La actitud del presidente López Obrador habla de un desparpajo poco propicio para una reflexión y un debate que con los días se van a tornar vitales. Las decisiones sobre la inversión pública no pueden mantenerse en este nefasto limbo de las opiniones casuales u ocasionadas, como las que han privado en el flanco de la energía y las que tienen que ver con la reforma o reconstrucción a fondo del Estado, a que se ha comprometido el presidente.

Estas decisiones no pueden ser el fruto de opiniones preconcebidas, prejuicios cultivados al calor de la batalla política o de plano ocurrencias emanadas de foros recónditos, sin la menor presencia de la opinión pública o la deliberación política organizada conforme a la Constitución y sus leyes. El costo para la política democrática puede ser mayor y de incalculables consecuencias para el de por sí abollado orden público con que contamos.

La hora está señalada y en reloj sonará cuando al unísono, los hombres y mujeres del gobierno hayan de rendirse a la evidencia de un sector público desfondado, diezmado en sus recursos humanos y acosado por todas partes y todo tipo de reclamos, genuinos o inventados. La política económica tendrá que revelarse como política y la transformación cuarta, quinta o enésima, responder con puntualidad al código democrático conforme al cual López Obrador y sus camaradas llegaron a Palacio y sus siempre poco alumbrados corredores de poder. Crisis fiscal tendremos y llegará el tiempo de hacer política, de la buena.

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