Rolando Cordera Campos

Igualdad y desigualdad

La política económica sigue sujeta a la dictadura de la estabilidad financiera a todo costo y el Estado sigue tan pobre que es incapaz siquiera de redistribuir los servicios y accesos existentes.

En Capital e ideología Thomas Piketty explora las relaciones complejas y multívocas que se tejen entre el capital y su innata tendencia a la concentración y centralización, que diría Marx, y las formas diversas que se ponen en juego para justificarlo y, con ello, a su principal derivada: desigualdad en la distribución de los ingresos y la riqueza, las oportunidades y los accesos a los diferentes servicios y bienes públicos a cargo del Estado moderno. De no funcionar esta trama de relaciones entre realidad económica, poder e ideología, todo el edificio político y social está en permanente riesgo, advierte el notable investigador francés.

Cada era, postula, produce un conjunto de discursos e ideologías contradictorias destinadas a legitimar la desigualdad tal como existe o debería existir. Ahora sigue vigente la idea de que es en el mercado donde se producen y reproducen las desigualdades que, al final de cuentas, sólo registran la justicia que el propio mercado construye, mediante los intercambios de las respectivas productividades marginales de los factores productivos. Si es el mérito de cada quien el que se plasma en ingresos y ganancias, se llega a decir, la desigualdad no debería cuestionarse.

Recientemente, la centenaria revista semanal The Economist(1), una especie de ingeniosa y consistente biblia ambulante del liberalismo económico (y político) publicó resultados estadísticos y argumentos contrarios a los de Piketty en su archifamoso libro sobre el capital en el siglo XXI y reiterados en su reciente libro. Habrá que examinar con detalle los manifiestos de la revista y, esperemos, las respuestas del estudioso de la Escuela de Economía de París.

Los argumentos de la revista han sido recibidos con entusiasmo eufórico por los vaticanos neoliberales que insisten en que no hay tal cosa como el neoliberalismo, porque no hay teoría alguna que pueda llamarse así. El término sería más bien un instrumento político e ideológico de los adversarios de la libertad de mercado y de otras "mejoras" del capitalismo "liberado" del yugo keynesiano a partir de los años setenta del siglo XX.

En realidad, como nos lo hicieron saben los padres fundadores de este pensamiento, el neoliberalismo se vale de interpretaciones extremas de la doctrina neoclásica, en la que se funda la corriente principal de la economía moderna. Es una fórmula político-ideológica que tiene que ver con la organización y el ejercicio del poder y con la organización del Estado y sus relaciones con la sociedad. Es aquí, entonces, donde hay que inscribir el pensamiento neoliberal sobre la economía, pero de que existe y colea no debería haber dudas.

En "El fin del neoliberalismo y el renacimiento de la historia"(2), el Nobel de economía y aguerrido gladiador en el intenso debate sobre la economía política que necesitamos Joseph Stiglitz, haciendo referencia a la infortunada proclamación de Francis Fukuyama sobre el fin de la historia, menciona que en los años triunfales de la hiperglobalización de fin de siglo, muchos festejaron el arribo del presente continuo y del aplanamiento del planeta (Robert Friedman) así como la llegada del reino del mercado mundial unificado y la democracia representativa como fórmula única de organización política planetaria. Así, ese presente interminable donde se cocerían el progreso, la innovación y el bienestar "urbi et orbi" gracias a la magia del mercado, llegaba a buen puerto.

La competitividad se convirtió en el criterio maestro de evaluación del desempeño económico de las naciones, así como el rasero inconmovible de cualquier tipo de alternativas a dicho orden, pero… se presentó la gran recesión de 2008 y quedó sin maquillaje la transformación del régimen económico y social erigido en la segunda posguerra mostrando grandes arrugas y manchas sociales, desigualdades agudas y extremas sin justificación ni sostén en la economía.

En México, obediente como pocos a los decálogos emanados del llamado Consenso de Washington, hemos mantenido con fidelidad el perenne homenaje al Barón de Humboldt y su dicho de que el reino de la Nueva España era el reino de la desigualdad. Con neoliberalismo y sin él; con mercado liberado o con protección permanente de los negocios y emprendimientos; bajo compromisos con el mandato constitucional de justicia social o por encima de ellos so capa de apurar la globalización del país y su economía en los nuevos mundos que emergían en la posguerra fría, el hecho es que la desigualdad se ha mantenido.

Con el agravante, si cabe, de que en los últimos treinta años en que hemos experimentado el "sabor" globalizador neoliberal, apenas creció la economía, la pobreza alcanzó magnitudes vergonzosas y la inequidad se mantuvo. La desigualdad no parece ser tocada ni por los cambios económicos ni por la recién llegada democracia representativa.

Para muchos sonó en 2018 la hora del cambio y votaron en consecuencia. Todo empezó a cambiar, pero no para mejor: las relaciones políticas entre las elites se han tornado ásperas y sus confrontaciones no registran la necesidad de matices y diferencias. La política económica sigue sujeta a la dictadura de la estabilidad financiera a todo costo y el Estado sigue tan pobre que es incapaz siquiera de redistribuir los servicios y accesos existentes. La estridencia aplasta cualquier reflexión política y la búsqueda de alternativas hace mutis.

Así, el renacimiento de la historia que celebra Stiglitz reclama abandonar los remedos de racionalidad histórica, sometida a los dictados de la más chabacana racionalidad instrumental. Tiempos heridos y años recios que no dejamos atrás.

(1)"Economists are rethinking the numbers of inequality", The Economist, 28/11/19.

(2)https://www.project-syndicate.org/commentary/end-of-neoliberalism-unfettered-markets-fail-by-joseph-e-stiglitz-2019-11/spanish

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