Rolando Cordera Campos

El buen humor del ingeniero

Cordera dice que la probabilidad de que pasemos del crecimiento insuficiente al decrecimiento y la recesión sube con los días.

Al bat el ingeniero Romo: de ser necesario, como al parecer lo es, las secretarías tendrán que abocarse a realizar otro recorte. Para pasar, me parece entender, de la austeridad republicana a la pobreza franciscana. Las posibles implicaciones del asunto poco importan; lo que hay que subrayar es quién manda y, por si hubiera dudas, esto fue ejemplificado con autoritaria claridad cuando el presidente López Obrador decidió por y ante sí que el nuevo aeropuerto no 'despegaba' y que sus asesores estrella cargarían con el bochorno internacional de parar una obra de esas magnitudes e inventar otra contra el viento y la marea de las opiniones de conocedores en el tema.

Como si de mandato divino se tratara, pero con humor, el ingeniero encargado de la Oficina de la Presidencia nos instruye: si los ingresos del gobierno federal no rinden como se previó, entonces tendremos que recortar de nuevo, porque las metas tienen que cumplirse, sin menor consideración. Lo prioritario es cuidar la calidad y respetabilidad de la deuda pública, celosamente vigilada por los calificadores y ferozmente acosada por el desmantelamiento de Pemex, sometido por años a una salvaje expoliación de la que el gobierno actual no puede sino hacerse cargo.

Poco importa la macroeconomía y los estragos de fondo que las austeridades puedan causarle; tampoco, los efectos previsibles que el bajo crecimiento de la actividad económica pueda acarrear sobre el empleo formal y público. Algunos dirán que para eso están los programas Jóvenes Construyendo el Futuro y las becas. Poco interesa que cruja la debilucha infraestructura que nos han dejado los largos años de austeridad, autoimpuestos ante el altar de una estabilidad financiera que nadie nos reconoce ni premia, porque la capacidad de pago no depende de ello sino del desempeño general de la economía.

La tan preciada y costosa calificación alcanzada, esta predeterminada: reprobados y dignos de toda sospecha, porque al final de cuentas lo que cuenta es el crecimiento y no los coeficientes evanescentes del endeudamiento con respecto al PIB, el Presupuesto de Egresos o las expectativas de los acreedores.

El gobierno se equivoca. Puede llevar a la economía del país a una caída libre de su escaso dinamismo sin estación de llegada previsible. La campechanía con la que el ingeniero anuncia la 'buena nueva' no evita los nefastos efectos de los planes de austericidio.

La probabilidad de que pasemos del crecimiento insuficiente al decrecimiento y la recesión sube con los días, cuando la novatada del sector público empate con la dureza nuevamente anunciada ante la Cámara Americana de Comercio.

Hay que insistir: sin enfrentar la necesidad de revertir la penuria, el desastre, de nuestras finanzas públicas poniendo a discusión amplia una reforma de fondo de las finanzas del Estado, seguiremos dando vueltas al fracaso. Ahí están, por si hiciera falta, el deterioro de la industria estatal de la energía y el desplome de nuestra de por sí débil capacidad de gasto e inversión, con el consiguiente efecto de arrastre sobre el conjunto de la economía y unos contingentes sociales engrosados por la crisis del empleo formal y el desamparo juvenil, que no puede ser relevo eficiente del desempleo de sus mayores.

Tal es la herencia de años de penuria fiscal e insensatez política, porque de eso hay que hablar cuando se encara la evidencia de una crisis financiera de la magnitud de la que hablamos. Los sermones de los austerifílicos, de que primero hay que aprender a gastar para luego recaudar con la promesa de hacerlo mejor, se expresa ahora como condena mayor que no puede purgarse con años de ahorro forzado y forzoso como los que nos anuncia el triunfante caballista al cargo de la oficina presidencial.

Sin Estado no hay ni habrá seguridad ni crecimiento. Sin financiamiento amplio, oportuno y transparente, no habrá Estado. Sólo simulación política y maniobras financieras, hasta que venga la venta de garaje y todo se declare cerrado por inventario. Y el buen humor del ingeniero habrá pasado al inventario de las malas y nada recordables bromas.

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