Rolando Cordera Campos

De interpretaciones y pobrezas (no sólo materiales)

La Suprema Corte y su presidente se esmeraron en sus capacidades apaciguadoras y el presidente López Obrador quedó tranquilo o satisfecho. Tocará al pueblo interpretar, con su recto entendimiento, la pregunta troquelada por la astucia de los jurisconsultos.

Concedamos: la Suprema y su presidente se esmeraron en sus capacidades apaciguadoras y el presidente López Obrador quedó tranquilo o satisfecho, según el informante. En vez de investigar y llevar a juicio a sus antecesores, nos abocaremos a investigar acciones y decisiones de innumerables "actores políticos" de años pasados, de acuerdo con la singular redacción hecha a la pregunta, para identificar los daños que provocaron unas decisiones adoptadas por quién sabe cuál de los actores políticos.

Tocará al pueblo interpretar, con su recto entendimiento, la pregunta troquelada por la astucia de los jurisconsultos, mientras los estudiosos del derecho constitucional se abocan a dar algún sentido jurídico y político terrenal a la interpretación hecha por el tribunal. Si se trataba de evitar una decisión que alterara el ánimo presidencial, el cometido se logró: el Presidente no fue contrariado por la Suprema, cuya mayoría no aceptó el proyecto del ministro Aguilar y, luego de sesudo banquete semántico, pergeñó una redacción que no tiene nada qué ver con la proposición presidencial. Punto y aparte.

Sobre el papel que la Corte debe y tiene que jugar en la (re)construcción del Estado, tras treinta años de transición a la democracia, se ha dicho mucho y los juristas han reforzado sus papeles y sabidurías. En especial todo aquello que tiene que ver con lo especulativo, dado que no se sabe cuál es, al final de cuentas, la mirada del presidente sobre el mediano y el largo plazo del Estado y la economía política de México.

Todo se ha vuelto interpretación y contrainterpretación, en involuntario homenaje a la gran Susan Sontag, contrario a cualquier intento por dar al "Estado de derecho" un contenido material y político terrenal. Por lo pronto, todo ha quedado suspendido en el éter de una rara hermenéutica.

Del Estado y sus relaciones con la economía no nos podemos distanciar, menos fingir una sana distancia que ofrezca garantías a los inversionistas y empresarios. O se establece una sintonía entre el Estado y su gobierno y las fuerzas vivas del capital y la empresa, o el país no va. Se empantana y sólo puede dar vueltas al y en el estancamiento, de toda la vida comunitaria. Y sumar más, mucha más, pobreza.

Hay colegas que piensan de otra manera. Son optimistas respecto de la capacidad de la maquinaria económica para reproducirse, a pesar del entorno, y dar lugar a acciones que sirvan de respiradores de la débil máquina productiva y sus intercambios. "La oferta crea su propia demanda" postuló Say y, a pesar de los desastres a que llevó, conserva muchos fieles.

Lo que sigue puede sonar excesivo, pero no está muy distante de lo que pasa o puede pasar de mantenerse las tendencias de la economía y, en nuestro caso, de la política económica. Parece que los mexicanos estamos presa de una nefasta simpatía entre las tendencias negativas de la economía y las creencias en materia de política económica, parecidas a las que llevaron al presidente Hoover a hundir la economía americana y del mundo en los primeros años treinta del siglo XX.

Salir al paso de este maridaje entre pulsiones objetivas y querencias subjetivas negativas, es tarea de la política y del pensamiento crítico. Cierto, garantías no hay y la esperanza es débil, pero el cultivo de la voz y de su temple es, sigue siendo, la única fuente de esperanza que nos queda. Así lo aconsejó el sabio Hirschman y así hay que intentarlo, si de reconstruir la economía, la política y el Estado se trata.

Mientras tanto asistamos a alguna de las tres pistas del gran circo mexicano del mundo: los fideicomisos; las consultas; la retórica presidencial bicéfala: de Palacio al búnker de la Suprema. Sabiendo que de ahí vendrá una luz que, como los fuegos artificiales, será fatua.

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