Cronopio

Ruth Bader Ginsburg

La historia de la jueza Ruth Bader Ginsburg es la crónica aún inacabada de la lucha por los derechos de las mujeres.

Muy pocos jueces constitucionales logran la relevancia que Ruth Bader Ginsburg, la pequeña y menuda abogada de la igualdad, logró atesorar durante su vida.

Su historia es la crónica aún inacabada de la lucha por los derechos de las mujeres. En el prefacio a sus memorias (My own words, Simon & Schuster), la carismática jueza de Nueva York desliza que su afición por el derecho está inevitablemente unida a su convicción de que la igualdad de trato y consideración entre mujeres y hombres es el principio más elemental de justicia. "Qué afortunada fui" -dice con ese optimismo que permea en mucho de sus textos- de estar viva y ser abogada en un tiempo en el que, por primera vez en la historia, fue posible blandir, exitosamente, ante legislaturas y cortes, la igual condición de ciudadanía de mujeres y hombres como un principio constitucional fundamental".

Son los años sesenta. Los tímidos inicios del movimiento de liberación feminista. Una sociedad que culturalmente se asentaba en el estereotipo de un rol predeterminado de las mujeres y en las tutelas paternalistas para supuestamente procurar su propio bien. El balance entre trabajo y familia, recuerda esta temprana feminista, era un concepto simplemente no concebido en aquellos tiempos y, por supuesto, una barrera persistente para el despliegue del plan de vida de las mujeres. Cuando su esposo estaba destinado en la reserva militar y había que hacerse cargo en solitario de sus hijos, la tenaz joven estudiante recibió de su suegro uno de los consejos que recordaría en cada decisión de vida: "Ruth, si no quieres entrar a la escuela de derecho, tienes una buena razón para quedarte en casa. No serás menos a los ojos de nadie. Pero si en realidad quieres entrar a la facultad, entonces dejarás de preocuparte y buscarás la manera de hacerte cargo de los niños y de la escuela". Y eso hizo desde entonces encontraría siempre la manera de hacer que las cosas sucedieran.

Ruth Bader Ginsburg era una liberal en el sentido anglosajón del término. De esa tradición que entiende que los derechos son inherentes a la persona y sirven al fin de contener al poder. Activista de los derechos civiles, logró como abogada litigante que la Corte Suprema revisara las leyes que establecían diferencias de trato basadas en el género. Su posición en torno a la igualdad fue consistente en su ejercicio como jueza de la Corte de Apelaciones y, después, de la Corte Suprema: las diferencias basadas en género son categorías constitucionalmente sospechosas y, por tanto, el juez constitucional debe ejercer un escrutinio estricto sobre las razones en las que se sostienen y los fines que persiguen. Autora de la opinión mayoritaria en United States v. Virginia (1996), no logró asentar la doctrina del escrutinio estricto que la Corte Suprema utilizaba en los casos de discriminación por raza, pero logró persuadir a la mayoría de inaugurar la línea doctrinal del "escrutinio intermedio" que hasta la fecha sirve como estándar para la aplicación del derecho a la igual protección.

De su maestro de literatura, Vladimir Nabokov, aprendió a leer y a escribir. "Las palabras pueden pintar cuadros", le dijo alguna vez. Por eso, sus sentencias tenían la claridad y precisión de quien puede crear realidades a través de las palabras. La función de la Corte, aconsejaba a sus alumnos de derecho, es reparar las fracturas de la ley y establecer la regla de decisión más apropiada a las circunstancias del caso. La solución de justicia empieza en la forma en la que se plantea la pregunta constitucional, parece sugerir en sus opiniones y, en últimas fechas, en sus emblemáticos y sonoros disensos. Una buena pregunta es condición necesaria de una respuesta justa. El derecho no es estático ni autorevelado. De ahí que frente al originalismo del juez Scalia, su entrañable amigo y más conspicuo adversario, de ese canon de adhesión estricta al sentido histórico y literal de cada porción de la Constitución, Ruth Baden Ginsburg militaría en la tradición del derecho vivo y dúctil que cambia con la realidad y que se nutre de la experiencia del intérprete. La activista nunca abandonaría a la jueza.

El cáncer merodeó siempre su vida. Su madre, uno de sus referentes vitales de entereza e independencia, murió de cáncer cervical unos días antes de su graduación de preparatoria. Su esposo, el inteligente y culto abogado que la alentaría a romper por sí misma los techos de cristal de su generación, superaría un cáncer testicular cuando ambos asistían a la Facultad de Derecho de la Universidad de Harvard, pero sólo como un recordatorio de que la sentencia estaba ya dictada: Marty Ginsburg moriría, de cáncer, en 2010. Después de sobrevivir a dos previos padecimientos de cáncer, Ruth Bader Ginsburg formularía sus últimas opiniones para la Corte Suprema esperando la silenciosa metástasis del cáncer de páncreas que pondría punto final a su vida.

La notoriedad de la jueza Bader Ginsburg es, paradójicamente, el cruel recordatorio de la deuda histórica con los derechos de las mujeres. La razón existencial de esa risueña e incansable abogada fue siempre que las mujeres sean reconocidas y tratadas como ciudadanas de pleno derecho. La pobreza, la desigualdad salarial, el acoso, las anclas a su libertad que aún persisten, son las sentencias que le quedaron por escribir.

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