Cronopio

Ni una más

Las une el color de un pañuelo o su simple presencia. Se reconocen en la razón esencial de lo humano, en esa condición previa a cualquier arreglo social o cultural, dice Roberto Gil Zuarth.

Salieron a marchar miles, como pocas veces se ve en el país. A visibilizarse en la fecha señalada cada año para recordar y reprochar la inequidad en la que viven las mujeres. A salir por una tarde de la sombra de la violencia, de la exclusión, de la indiferencia. A tomar esa calle que todos los días las expulsa o las margina. A expresar la rabia contenida por tantos años de silencio.

Entre ellas no hay clases sociales ni preguntas sobre sus preferencias sexuales, religiosas, raciales o políticas. No están ahí para rivalizar por ideologías o creencias. Las une el color de un pañuelo o su simple presencia. Se reconocen en la razón esencial de lo humano, en esa condición previa a cualquier arreglo social o cultural: la dignidad negada por un contexto social, económico e institucional que las relega siempre al segundo plano, que las trata como objetos destinados a satisfacer las necesidades de los otros, que condena el ejercicio de su autonomía y libertad a los falsos designios de la naturaleza o a los roles preestablecidos por la costumbre.

Mientras caminan o esperan apretujadas el avance de su contingente, comparten sus historias, las trágicas experiencias de abusos y violencia, los innumerables testimonios de revictimización. Unas se pusieron de acuerdo desde hace semanas para acudir a la cita. Muchas no se habían visto jamás. Llegaron de procedencias distintas motivadas por una vivencia directa o por la genuina indignación de lo que podrían padecer, si no logran cambiar a su generación. Sí, de cambiar radicalmente nuestras mentes, nuestras prácticas culturales, las convenciones históricamente reproducidas: ese orden establecido que no entiende que no entiende. Por eso quizá se sentían obligadas a hablar entre ellas, a reencontrarse como si se conocieran de otra vida.

Después de escucharse, lloran, se abrazan, se aferran espontáneamente unas a otras para no sentir la soledad de antes; ese miedo que muchas veces las ha inhibido para denunciar o para reclamar simplemente lo que les pertenece: sus derechos. Ríen esperanzadas al ver el éxito de la convocatoria. Pero sus miradas se inundan muy pronto en el coraje de la frustración y la angustia de la desesperación. Mañana o pasado, quizá, todo podrá seguir exactamente igual.

Una pancarta resume una vida plena de maltratos: abandonada por su padre a los 3 años; golpeada por su hermano desde los 6 años y violada a los 9; violada nuevamente por su cuñado a los 11; abusada física y sexualmente por novios y parejas hasta que denunció a sus agresores y, por supuesto, por qué no, terminó detenida y nuevamente golpeada por los policías que supuestamente estaban para defenderla.

En otra, una joven de unos 20 años contaba la historia de su madre en la forma más sublime de la conjugación del yo: ponerse en los zapatos del otro. "En la cárcel conocí mi valor, afuera sólo había recibido maltratos", decía en la parte final aquella improvisada cartulina. La madre ausente revela que la niña que ya adulta sostiene el testimonio de su vida durante la marcha, había sido violada por un policía en la casa de arraigo. Madre e hija se encuentran consigo mismas y con otras en los linderos del Monumento a la Revolución, a unos cuantos metros de la oda posrevolucionaria a la madre mexicana, ahí entre Sullivan, Insurgentes y Reforma, una de las tantas figuraciones del poder para homenajear sin empoderar. Madre e hija fueron juntas, al fin, a un lugar distinto a la cárcel.

Le sobra razón a su ira. Tienen derecho a llevar su rabia y frustración hasta las últimas consecuencias. Quien quemó pozos petroleros para evidenciar la perversidad del fraude electoral, no está en posibilidad de pedir que no le pinten o prendan las puertas de su casa para ser escuchadas. El más persistente de los luchadores sociales debería ser el más empático con la vitalidad de la protesta de las mujeres. Son mayoría y no son tomadas en cuenta, no están debidamente representadas, no se impone con sentido de urgencia la solución a sus problemas. Un beso marital en un evento público no prioriza la agenda de la equidad, ni corrige décadas de discriminación estructural. Unas vivas a las mujeres no las van a proteger en el trasporte público o en las fiscalías. Otra dosis mañanera de la misma demagogia de los abrazos y de la refundación moral de la sociedad, no impedirá que las sigan matando.

La chispa ya encendió. La situación de las mujeres debe ser el tema central de nuestra conversación pública. Deberíamos empezar por reconocer que entendemos poco de sus realidades y de las múltiples caras de la violencia y de la discriminación. Dejar la arrogancia de los decálogos, de la nueva iniciativa en el Congreso, de los lugares comunes. El país necesita auténtica pedagogía de género. Y esa pedagogía empieza en la construcción deliberativa y racional de principios de justicia para existir, convivir y relacionarnos como iguales. Un nuevo contrato social que les devuelva la vida pero también su patria.

COLUMNAS ANTERIORES

La toga en la dictadura
El mito de los programas sociales

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.