Cronopio

Las mujeres y el Estado

En la inmanejable escala de la violencia, la impunidad hace imposible poner rostros, causas, responsabilidades, resiliencia a cada experiencia de dolor.

Las abultadas cifras de homicidios y feminicidios han inhabilitado nuestro sentido de la indignación, nuestra capacidad de sorpresa, nuestro asco. 40 mil muertos por año, 60 mil desaparecidos, 10 mujeres asesinadas cada día, una tasa de 23 homicidios por cada 100 mil habitantes: ese es el lenguaje en el que intentamos comprender el horror de la violencia. Contadas en miles, cada muerte pierde su dimensión humana: el nombre de la víctima, su historia y circunstancias, sus sueños, sus abandonos, las ventajas del perpetrador, la probable indiferencia de los otros. En la inmanejable escala de la violencia, la impunidad hace imposible poner rostros, causas, responsabilidades, resiliencia a cada experiencia de dolor. El volumen nos atraganta: engullimos en millares hasta perder la conciencia.

En esta inhabilitación moral, en la normalización de la barbarie, cada nuevo caso estremece, sacude, enoja, hasta que es superado por el siguiente o desplazado por lo contingente. A la atrocidad cometida contra la niña Fátima le precedió el asesinato de Ingrid Escamilla o el de Abril Pérez. Antes de ellas, Lesvy Rivera o Mara Castilla. Rostros que nos levantan repentinamente del pasmo. Pero mucho antes o alrededor de ellas, otros miles de anonimatos que inundan las fiscalías, las comisiones de víctimas, los colectivos de derechos humanos, las fosas comunes. Niñas violentadas por sus padres o padrastros, por su vecino, por el pandillero que se aprovecha de la oscuridad de la esquina. Jóvenes que son violadas o mueren en manos del taxista, del chofer del transporte público, de unos adinerados e influyentes mirreyes o, incluso, de su propio novio. Mujeres maltratadas silenciosamente por una cultura que asocia la virilidad con el sometimiento y la violencia. Víctimas de una sociedad que no hace nada por cuidar a sus mujeres, porque les reserva únicamente el lugar de atrás.

Las causas de las violencias, así en plural, son múltiples. Las condiciones económicas, culturales y, por supuesto, institucionales determinan cuán dispuesto estamos cada uno a usar la violencia como satisfactor de una necesidad o como medio para conseguir un fin. Esas condiciones definen precisamente la ecuación de la violencia: la magnitud del riesgo frente al beneficio potencial. Pero entre todas las posibles causas existe un denominador común: el papel que juega el Estado en la existencia de las personas y en las relaciones sociales. La falta de oportunidades puede orillar a cualquiera a cometer un crimen, precisamente cuando el Estado no significa nada en la vida de esa persona: porque no hay nadie para corregir en el origen la suerte que le deparó el destino. Los patrones culturales que inducen a la violencia se modifican con educación y alterando la estructura de incentivos de sus decisiones cotidianas, esto es, con la mano visible y actuante del Estado. Las ventajas de las que se aprovecha el violento se reducen con la presencia disuasiva y legítima de la autoridad, y esa presencia se materializa no sólo en el policía que cuida la calle o en el juez que condena, sino en los servicios públicos que dignifican y mejoran la convivencia. Para restablecer el orden de las cosas e inhibir hacia el futuro la conducta violenta, se necesita sin duda que el Estado aplique con eficacia el castigo, pero también que pueda ofrecer segundas oportunidades a quienes se han apartado de la ley. En la búsqueda de la verdad y la justicia, el Estado debe desplazar a todo aquél que le dispute el monopolio de la violencia, sin olvidar su deber ético de abrazar a sus víctimas para que al dolor, no le siga el desamparo.

El presidencialismo autoritario edificó un Estado corporativo que disciplinaba las relaciones sociales con el látigo de los privilegios selectivos y la represalia extralegal. La democracia mexicana generó pluralismo, competencia, alternancias, estabilidad política y social, pero no logró consolidar un Estado previsible y eficaz para pacificar a los diferentes bajo el imperio de la ley. El primer gobierno mayoritario de la democracia mexicana está más tentado a la restauración del presidencialismo hegemónico que al fortalecimiento del Estado como razón impersonal de poder. Y es que presidente fuerte no es lo mismo que Estado fuerte. Un Estado fuerte le habría dado una solución a la familia de Fátima para pasar la tarde en una escuela de tiempo completo, bien cuidada y atendida, en lugar del riesgo de la soledad en esas calles en las que priva la marginación y la violencia. Un Estado fuerte la habría buscado desde que desapareció. Un Estado fuerte muy probablemente la habría encontrado antes de que fuese torturada, violada y asesinada. En un Estado fuerte, la autoridad no le habría echado la culpa al neoliberalismo o a los conservadores, sino que se habría sentido obligado, al menos, a escuchar.

De poco sirve la enorme legitimidad del Presidente, su popularidad, su abrumadora representación en el Congreso, si ese capital político no se utiliza para ampliar la presencia del Estado en la realidad social, más allá de reparto clientelar de dinero público. Esa debe ser la prioridad del Presidente más votado de la historia contemporánea. Entender que un presidente fuerte puede abonar a la construcción de un Estado fuerte, si usa el poder conferido no para reescribir la historia, sino para guiar los esfuerzos de todos en el propósito de crear un lugar libre, seguro, digno en el que las mujeres puedan aprender, trabajar, gobernar, divertirse, amar y, sobre todo, vivir en paz.

COLUMNAS ANTERIORES

La toga en la dictadura
El mito de los programas sociales

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.