Cronopio

Las instituciones de la transición

La transición decidió que el Estado somos todos y el poder se comparte. La cuarta transformación ya ha mostrado el cobre: el Estado es él y el poder es sólo suyo.

La transición mexicana tejió exitosamente la narrativa de la institucionalización del país. Ahí radica su influjo mayor como proceso de cambio político. Desde una aptitud gradualista, la transición emprendió un largo –y tortuoso– ciclo de reformas para garantizar el pluralismo y las libertades políticas, para abrir la economía, procurar un mínimo vital a través de derechos y políticas sociales, fortalecer la capacidad de pacificación del Estado. Fue un pacto implícito, dinámico, intergeneracional por la modernización del país, comparable únicamente con el proceso de formación del Estado mexicano como voluntad soberana actuante y permanente. Un libreto compartido para sustituir las prácticas e instituciones del régimen autoritario y de economía cerrada, por un modelo de convivencia basado en las libertades, en el diálogo político y social, en la moderación institucional y en la razón del derecho.

El diseño de la transición le dio estabilidad económica, política y social al país. Basta con voltear a ver al vecindario latinoamericano para apreciar las virtudes de nuestro modelo transicional. Más de 25 años de democracia electoral, poco más de 20 años de gobiernos divididos, centenares de alternancias federales y locales, sin sobresaltos violentos o rupturas a la continuidad institucional. Es cierto, sin embargo, que nuestra democracia capitalista –como muchas otras consolidadas o en desarrollo– no se ha hecho cargo de corregir las nuevas realidades que surgen del cambio social ni las externalidades que el propio modelo genera. El pluralismo competitivo a través del cual se articula el acceso al poder ha gestado la metástasis de la corrupción: la competencia por los votos induce el financiamiento extralegal y, de ahí, el círculo vicioso de la transacción de favores. El terreno que el Estado le ha cedido al mercado bajo el imperativo de la eficiencia, ha agudizado la desigualdad, la exclusión y la depredación irracional del medio ambiente. La contracción del estado de bienestar ha roto la cohesión social de nuestras sociedades. La arrogancia tecnocrática ha disuelto el sentido de lo público.

Pero, a pesar de sus dolencias, la democracia capitalista (liberal en su acepción más común) es el único modelo de organización política y económica que procura intencionalmente la armonía entre la maximización de las libertades y el desarrollo sostenible y sustentable. Las distintas versiones de las democracias iliberales o de capitalismo autoritario producen la apariencia de bienestar, pero a costa de los derechos y las libertades públicas. Las alternativas nacionalistas o proteccionistas son la ruta probada de regreso a economías empobrecidas y dependientes. Ninguno de los experimentos populistas ha cumplido la promesa de restaurar la grandeza extraviada en la travesía de la globalización. El único legado consistente de estas aventuras ha sido la creciente polarización social y el envilecimiento de la convivencia colectiva.

El presidente López Obrador ganó y gobernará con esa persuasiva estrategia de simplificar los malestares sociales en una lucha constante entre el bien (el pueblo) y distintas expresiones del mal (castas, élites, fifís, conservadores, golpistas). Esa estrategia le permitirá, por un lado, cultivar electoralmente el tercio leal que puede convertirse en mayoría relativa. Pero, por otro lado, le exime de dar forma a eso que denomina como la "cuarta transformación". En las vaguedades de esa gelatinosa épica contra el "neoliberalismo", parece esconderse en realidad el propósito de desmantelar el régimen de la transición democrática, es decir, el modelo institucional del pluralismo, del poder compartido y dividido, de las autonomías que modulan el riesgo de la concentración del poder, de la descentralización que corrige las tentaciones excluyentes y mayoritarias del presidencialismo.

El acoso a los reguladores, la intención de captura sobre el Poder Judicial y el resto de las autonomías, el desdén a las restricciones constitucionales, el portazo al federalismo y al diálogo con las oposiciones, el uso faccioso de las instituciones de procuración de justicia, el burdo fraude en la elección del titular de la CNDH y, ahora, el amago de tomar por asalto al INE, no sólo responden al propósito de restaurar el presidencialismo mayoritario, sino esencialmente a la intención de dinamitar los antídotos pluralistas que se diseñaron en la transición. Esas piezas de ingeniería que moderaban al poder porque lo sometían a un contrapeso, a una obligada concurrencia, a una racionalidad mayor que la mera voluntad.

La transición decidió que el Estado somos todos y el poder se comparte. La cuarta transformación ya ha mostrado el cobre: el Estado es él y el poder es sólo suyo.

COLUMNAS ANTERIORES

Preguntas democráticas
La toga en la dictadura

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.