Cronopio

La tradegia y 'El Padrino'

Antes de capitalizar la detención del general Cienfuegos como prueba de la decadencia del régimen neoliberal, el gobierno debería mirarse al espejo.

En cualquier relato de ficción habría provocado una mueca de incredulidad. Hasta en la literatura fantástica tal licencia narrativa habría fruncido el ceño del lector más condescendiente. Un giro inesperado que descuadra súbitamente la historia porque el espectador no imagina esa posibilidad dramática. En la tragedia mexicana de la violencia, de la corrupción y la impunidad, irrumpe bruscamente en escena un militar de cuatro estrellas en el cénit de su carrera, en la posición de mayor visibilidad, riesgo y poder de su vida. Con una blackberry en mano y como alter ego de un capo de tercer nivel y de un vulgar e inescrupuloso fiscal estatal, aparece de pronto, ante un auditorio perplejo, la sombra del poderoso 'Padrino'.

¿Uno de los hombres con mayor acceso a técnicas de inteligencia correría el riesgo de utilizar frágiles sistemas de comunicación para entenderse directa y profusamente con unos capos a salto de mata? ¿Su relación criminal inició repentinamente con la aparición de un nuevo cártel –como sugiere la acusación–, o en su trayectoria ya había noticia de roces sospechosos con los criminales? Si es el caso, ¿por qué en 50 años de carrera militar nunca se levantaron las banderas rojas? ¿Es la segunda falla de la 'investigación de antecedentes' (vetting process) que las agencias americanas realizan en el marco de la cooperación binacional en seguridad? ¿Por qué confiarle información de inteligencia especialmente sensible y hasta condecorarlo, si desde 2015 se seguía la pista de sus supuestos socios y se tenían datos de que esta organización gozaba de protección institucional? ¿Las contrapartes mexicanas son sólo buenos mientras sean útiles? ¿Este tipo de incursiones judiciales están aisladas de lógicas domésticas o geopolíticas? ¿Ni la mera cortesía sugería compartir previamente la evidencia a una administración que ha hecho hasta lo indecible por congraciarse con uno de los gobiernos más hostiles contra México? ¿No tenemos, como país, derecho a saber qué más sospechan de quienes conducen nuestras instituciones, sino hasta que van por ellos?

El episodio provoca, a bote pronto, dos reflexiones esencialmente políticas.

En primer lugar, la debilidad institucional y la crónica corrupción de nuestro país hacen creíble cualquier acción de justicia que provenga del exterior, pero al mismo tiempo ponen a la nación en una vulnerabilidad insospechada. En el país del nada pasa, todo lo debido sucede desde fuera. Pero habrá, entonces, que aceptar que la estabilidad de nuestras instituciones y de nuestra gobernabilidad quedarán a merced de la rivalidad entre agencias, de sus estrategias de infiltración, de la confiabilidad de sus fuentes, de los incentivos perversos de las delaciones premiadas y de los acuerdos confidenciales de colaboración. Por eso, antes de capitalizar el hecho como prueba de la decadencia del régimen neoliberal, el gobierno debería mirarse al espejo: sin un cambio radical en los términos de la cooperación bilateral en seguridad, sin una posición firme en el sentido de que el país no es mero espectador de sus incursiones unilaterales, los carniceros de hoy deben prepararse para ser las reses del mañana. Porque nada cambiará en el corto plazo mientras el país no desarrolle capacidades propias para hacerse cargo del problema: seguiremos a expensas de los que nos dicen o de lo que nos imponen.

En segundo lugar, la mera posibilidad de que las alegaciones formuladas contra el exsecretario de la Defensa tengan sustento, es una alerta elocuente del riesgo de seguir en la ruta de ceder funciones civiles a los poderes militares, de entreverar la política con la espada. La razón de necesidad, la impronta institucional o el pragmatismo de la incorruptible eficacia, esas narrativas que durante los últimos 20 años se han ensayado para justificar lo injustificable, son balbuceos evasivos de la realidad: la democracia constitucional peligra cuando la legitimidad política se desvanece, palidece, frente a quien ostenta fácticamente la coacción estatal. El terreno que cede el Estado democrático a la razón de la excepción, se convierte tarde o temprano en la amarga normalidad.

Es difícil prever hoy qué nuevos nudos provocará esta coyuntura. Pero lo que sí es que, en toda tragedia dramática, después de los hechos climáticos, de la peripecia, debe llegar la anagnórisis: el momento en que el personaje toma conciencia de su suerte a través de la reflexión. Y ese personaje somos todos nosotros.

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