Cronopio

La renuncia sospechosa

El caso Medina Mora no puede verse de manera aislada. Inevitablemente habrá que ponderar sus circunstancias frente a los no pocos casos de ofensivas del Poder Ejecutivo.

La renuncia de un ministro de la Suprema Corte no es un hecho menor. Mucho menos en las circunstancias y formas en las que se ha dado la de Eduardo Medina Mora. Una filtración que provoca una investigación o una investigación que alimenta una publicación. Una escueta y deshonrosa carta de renuncia sin alusión a causa grave. La inmediata aceptación por parte del Ejecutivo, acompañada, eso sí, de una amplía explicación presidencial de la probable razón de la dimisión. La velada acusación de que con sus criterios para limitar la facultad administrativa de bloquear cuentas bancarias sin orden judicial, el juez constitucional había protegido dolosamente a acusados de toda suerte de crímenes, desde corrupción hasta narcotráfico. La inevitable especulación de que al régimen le interesa un cuarto voto en la Corte para dificultar la anulación judicial con efectos generales sobre sus políticas y decisiones y, en particular, sobre las leyes que aprueban sus mayorías en los congresos, desde la Ley de Extinción de Dominio hasta la reforma que amplía la gubernatura de Baja California.

Nadie está en derecho de prejuzgar sobre la inocencia o culpabilidad de las acusaciones que se han ventilado en contra del todavía ministro de la Corte. Uno u otro extremo, en su caso, lo habrá de dirimir un juez. Lo que me interesa subrayar, más allá de la circunstancia de este caso, es el efecto que puede tener este precedente en el equilibrio de poderes y en las garantías institucionales del pluralismo. El riesgo que se cierne sobre la autonomía y la independencia de los órganos que controlan los actos del poder, ya sea por la vía de la presión política, del escarnio público, el chantaje privado o la amenaza penal. Y es que el caso Medina Mora no puede verse de manera aislada: inevitablemente habrá que ponderar sus circunstancias frente a los no pocos casos de ofensivas del Poder Ejecutivo hacia reguladores, autonomías, soberanías estatales y, ahora, sobre el Poder Judicial.

¿Son hechos aislados aquella mañanera en la que el presidente de la CRE fue acusado de conflictos de interés sin otra prueba que el dato de parentesco? ¿Las repentinas renuncias anticipadas de integrantes de órganos reguladores con mandatos fijos y condición de inamovilidad? ¿El asalto con fuerza pública a la fiscalía de Veracruz? ¿La reciente iniciativa de Morena para reducir el plazo de los magistrados electorales de la Sala Superior? ¿El amago de la desaparición de poderes con la mayoría morenista en el Senado? ¿No parece más un diseño para sacudir a los incómodos bajo la simplificación de que todo lo pasado o lo ajeno es corrupto?

La transición democrática hizo del pluralismo el eje de la convivencia y de la competencia políticas. Una sólida institucionalidad electoral abrió los congresos a distintas expresiones ideológicas y, entonces, el poder público empezó a compartirse entre los diferentes. Los gobiernos divididos 'despresidencializaron' al régimen político. El federalismo cobró sentido como técnica de descentralización y de responsabilidad. Se fortalecieron los mecanismos y rutinas de control. Órganos con racionalidades complementarias y competencias delimitadas, protegidos en su existencia y funcionamiento desde la Constitución, pensados desde la desconfianza a la concentración de poder, hicieron posible que nadie prevaleciera para siempre como vencedor y que nadie padeciera para siempre como vencido. Esa transición pluralista es justamente la larga marcha que posibilitó la presidencia de López Obrador.

En esa marcha, nuestro Estado constitucional incorporó antídotos para evitar que un poder se imponga sobre los otros, que los capture o los colonice. Por eso, para nuestra Constitución, los cargos de Estado no son susceptibles de renuncia ni están bajo el capricho de sus detentadores, salvo en algunos casos por causa grave. La renuncia en el caso de los ministros es un acto bajo sospecha constitucional, tan es así que debe calificarse sucesivamente por el Poder Ejecutivo y por el Senado. Si existen datos de que un cargo de Estado ha cometido un delito, nuestra Constitución prevé un procedimiento para retirar la protección a la función y someter al servidor público a proceso penal como cualquier ciudadano. Si cometió un delito oficial, existen también las vías para que asuma las consecuencias de su proceder. En ningún lado está el atajo de la renuncia por mutua conveniencia o a valores entendidos.

Para evitar la pedagogía del miedo, el Senado debe discutir a profundidad la renuncia de Medina Mora. Debe dificultar democráticamente cualquier intento de imponer la ley del chantaje. Debe asegurarse de que no esté motivada por un acto de corrupción. Porque también es corrupción transigir una causa penal con una renuncia. También es corrupción enviar emisarios con mensajes intimidatorios a un juez. También es corrupción vulnerar mediáticamente la presunción de inocencia para provocar la claudicación personal. También es corrupción amagar a otros con el ejemplo del vecino. También es corrupción entregarle el control de la Corte al Presidente.

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