Cronopio

La estrategia de los abrazos

Por ingenuidad o por un trasnochado pragmatismo, el Presidente cree que puede persuadir a los delincuentes con alegorías de fraternidad y sermones de redención.

El Presidente había decidido no confrontar al crimen organizado. Esa era la apuesta central de su política de pacificación. Más allá de su ingenua convicción de que la justicia social corrige de manera natural los incentivos y factores criminógenos, López Obrador cree que la presión que ejerce el Estado sobre la delincuencia organizada es la causa de la violencia. Si no se molesta al avispero, nos repite, los insectos no pican y se dedican en paz a lo suyo. En cierta forma, el Presidente asume que el fenómeno del crimen organizado se reduce a narcotráfico con fines de exportación a Estados Unidos y que, por tanto, puede gestionarse según los viejos códigos del Estado autoritario: franjas de permisividad por parte de la autoridad, a cambio de cierta discreción y autocontención en sus actividades. Monopolios delictivos territorialmente delimitados por la autoridad, precisamente para impedir la competencia violenta por el control de los mercados ilícitos.

Ése fue el modelo que el régimen de partido hegemónico utilizó entre las décadas de los cuarenta y noventa. La autoridad no dosificaba la fuerza coactiva del Estado, sino que administraba la impunidad. Por esa razón no se requerían cuerpos y fuerzas de seguridad con implantación nacional. En el modelo de acuerdos territoriales, las magras policías locales operaban como extensiones de las organizaciones criminales encargadas justamente de hacer valer los equilibrios del arreglo impuesto. Si algún miembro, líder o célula rompía la disciplina, ponía en riesgo los intereses de la banda, o bien, violaba los códigos de entendimiento y connivencia, las policías locales extirpaban el problema. Si bien este modelo incentivaba la captura criminal sobre el ámbito local, el Estado preservaba su autoridad fundamentalmente a través de las Fuerzas Armadas y de la persecución penal desde la jurisdicción federal, bajo la lógica de intervenciones selectivas y objetivos específicos. La línea roja era meridianamente clara: nadie dueño de todo el negocio, pero tampoco nadie con la capacidad o fuerza para desafiar al Estado.

Este modelo se rompió, a partir de la década de los noventa, a causa de tres circunstancias. Primero, la política antidrogas de Estados Unidos aumentó la presión sobre el gobierno mexicano para desvertebrar la cadena económica del narcotráfico. La relación bilateral empezó a depender del esfuerzo mexicano para contener a las organizaciones criminales. La 'paz narca' se volvió inestable por factores exógenos. Segundo, el pluralismo político debilitó la eficacia del Estado autoritario para delimitar los márgenes de impunidad. Los gobiernos a nivel local poco a poco dejaron de ser la variable controlada de la ecuación: la probabilidad de alternancias introdujo un nuevo costo de transacción a los acuerdos tácitos. Tercero, el fenómeno criminal evolucionó naturalmente hacia la extracción ilegal de las rentas: secuestro, extorsión, trata, robo de combustible, contrabando. Dada la debilidad del Estado posautoritario para hacer creíble la amenaza de castigo, el delito se generalizó en todo espacio de oportunidad de obtener un beneficio a costa de violar la ley.

La ofrenda de abrazos es una oferta de impunidad. Un mensaje que ha sido consistente en los hechos con la estrategia de no confrontar a las bandas, con la instrucción presidencial a las Fuerzas Armadas a no repeler las agresiones, con el saludo y los guiños supuestamente humanitarios a la madre de uno de los más conspicuos delincuentes, con la confesión personal de haber liberado al heredero del imperio criminal. Por ingenuidad o por un trasnochado pragmatismo, el Presidente cree que puede persuadir a los delincuentes con alegorías de fraternidad y sermones de redención. Algo en su pulso de la realidad le ha hecho pensar que es posible reeditar los acuerdos tácitos de no agresión. O alguien en su entorno lo ha convencido de que ése es el único camino posible, aunque signifique pasarse varios tragos de inmoralidad pública.

Todo parece indicar que los criminales no le tomaron la palabra al Presidente. Prefieren los balazos a los abrazos, porque los balazos representan dinero y los abrazos no. El atentado contra el jefe de la policía de la Ciudad de México revela un cambio radical en el comportamiento de las organizaciones del crimen organizado. Muy probablemente, la gira de López Obrador a Estados Unidos es la causa del acecho federal a ciertas bandas. El Presidente necesita llevar en la valija de viaje pruebas de que no está en el propósito de reeditar la paz narca. Y los delincuentes le han declarado la guerra en su propia casa.

El atentado del secretario García Harfuch no es otra más de las anécdotas de violencia en el país. Es un mensaje directo al Presidente. La Ciudad de México es la capital del país, la sede de los poderes federales y la zona militar central. La policía local más grande de México está bajo el mando del Presidente, conforme a la Constitución. El hecho tiene, por tanto, la dimensión de seguridad nacional ¿Qué más nos falta ver para que en Palacio Nacional entiendan que el dilema entre abrazos y balazos es una vil huida de la razón de ser del Estado? ¿Que los delincuentes incendien el Zócalo?

COLUMNAS ANTERIORES

El derecho de votar por la paz
Marta Lamas y el feminismo paternalista

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.