Cronopio

La engañifa de la austeridad

¿Qué significa la austeridad lopezobradorista? ¿Qué implica? A mi juicio, no es más que la engañifa para recortar de un lado y gastar en otro, escribe Roberto Gil Zuarth.

Según Mark Blyth, profesor de economía en la Universidad de Brown, la austeridad es el más grande engaño en la historia reciente de las ideas económicas. Una idea peligrosa que se ha usado para justificar que las mayorías paguen las consecuencias de la concentración de la riqueza en pocas manos. Uno de esos tantos mitos geniales que sirven para mejorar la apariencia de innobles propósitos.

En Austeridad. Historia de una idea peligrosa (Crítica, 2014), Blyth afirma que la austeridad no es parte de ninguna teoría económica, ni un corpus de ideas o doctrinas más o menos coherente sobre la virtud expansiva del ahorro público, sino una noción que ha permanecido agazapada en torno al dilema liberal sobre el papel que el Estado debe tener en la economía –vivir con o sin el Estado–, pero que a partir de la crisis financiera de 2007 y 2008, ha alcanzado una suerte de condición de ideología que, en el fondo, cuestiona la idea misma del Estado de Bienestar, o mejor dicho, la justificación de su deber moral de crear rampas de movilidad social que compensen la caprichosa lotería natural de la que depende la existencia de las personas.

El paradigma de la austeridad, en este contexto, ha sostenido que, a través de la reducción de los salarios, el recorte de los presupuestos de los estados –es decir, del gasto público– y de la consistente y progresiva reducción de la deuda y del déficit, las economías recuperan competitividad, renuevan la confianza de los "mercados" y se produce, por tanto, un efecto directo en el crecimiento. Para decirlo en términos llanos: en la medida en que los estados se aprieten el cinturón, se reactivan los flujos de inversión que alientan el empleo, el consumo y, de ahí, el crecimiento. Deflación voluntaria que reaviva lo que John Cochrane denomina el "impulso inversor privado".

Después de estudiar los casos en los que se han aplicado políticas de austeridad, Blyth llega a la conclusión de que la austeridad, lejos de funcionar, produce precisamente los efectos que pretende conjurar: "no se consigue ni la reducción de la deuda ni el fomento al crecimiento económico". Por el contrario, traslada a los pobres el costo de los errores de los ricos, en la medida en que son los primeros los que más dependen de los bienes y servicios que proveen los gobiernos. Y resulta insostenible en el largo plazo porque "no podemos frenar todos al mismo tiempo nuestro impulso al crecimiento", ni es posible que "todos sigamos políticas de austeridad al mismo tiempo". El ahorro de uno es el consumo de otro y las exportaciones de unos son las importaciones de otros. Así de simple.

Lo que sí deja a su paso es lo que Blyth llama la "quiebra de la equidad". Mientras los acreedores conservan el valor de sus activos precisamente como resultado del aumento de la capacidad de pago de las economías, la factura se traslada a la sociedad, sobre todo a los más pobres, en términos de precarización del trabajo y de las distintas modalidades de intervención pública, desde los servicios públicos, la inversión productiva y las transferencias económicas subsidiarias. En esa quiebra ha fecundado el agravio por la desigualdad. Y es que la génesis de la política de austeridad, concluye Blyth, está en el hecho de que las sociedades se revelan incapaces para acordar una distribución equitativa de las cargas fiscales y, por supuesto, de las rentas que produce.

En la narrativa del gobierno lopezobradorista, la austeridad se ha instalado en el nicho de las devociones. Sin embargo, no queda claro en qué consiste tal política. Es uno de esos tantos amasijos retóricos que dicen todo y a la vez nada. Por un lado, se trata de una serie de gestos y actitudes –encomiables desde todos los puntos de vista– de evitar ciertos privilegios asociados al quehacer público, pero que más allá de su simbología política, no tienen mayor relevancia como política económica. Por el otro, se ha recurrido al mantra de la austeridad para reducir o eliminar programas sociales o ciertas inversiones del Estado, al tiempo que se crean otros más cuantiosos y de dudosa eficiencia, como la refinería de Dos Bocas o el Tren Maya, de modo que tampoco podemos entender a la austeridad como un esfuerzo de reordenación del gasto público. Difícilmente podría afirmarse que, en la cosmovisión del nuevo gobierno, la austeridad implique en realidad una reforma administrativa profunda orientada a que el Estado haga más con menos: gobierno más pequeño, pero funcionalmente más robusto. Tampoco, que en el fondo se pretenda reducir el endeudamiento para canalizar mayor inversión del sector privado a la economía, como sugiere sospechosamente la nueva ortodoxia. Mucho menos, el rediseño de las responsabilidades sociales del Estado frente a los más desaventajados, como prometía su supuesta cuarta transformación.

Entonces, ¿qué significa la austeridad lopezobradorista? ¿Qué implica? A mi juicio, no es más que la engañifa para recortar de un lado y gastar en otro, así como en otras latitudes ha sido el embuste útil para reducir a su máxima expresión el Estado de Bienestar. La discrecional redistribución del dinero público en función de lealtades políticas, conveniencias electorales o caprichos presidenciales. Una palanca para someter a la dependencia gubernamental. La misma factura, los mismos deudores, pero con nuevos acreedores: los míos.

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