Cronopio

La defensa federalista del medioambiente

La propia Constitución mandata directamente al legislador para desdoblar los deberes del Estado en la protección y cuidado del medioambiente.

El modelo constitucional energético situó al medioambiente como una categoría relevante para la ordenación de los nuevos mercados y, en particular, para orientar la intervención del Estado en las actividades económicas, es decir, lo que puede, lo que no puede y lo que necesariamente debe hacer desde su posición de rectoría del desarrollo nacional.

El proyecto energético de la Constitución, entendido como los contenidos normativos e institucionales que delimitan el ámbito de actuación de las autoridades y regulan los comportamientos de los agentes económicos, interioriza la sustentabilidad como un mandato de optimización con la misma jerarquía que, por ejemplo, la competitividad, el crecimiento económico, la soberanía nacional o el interés público. Esto implica que, por razones de supremacía de estos contenidos ordenadores, toda decisión de política pública, incluidas sus dimensiones programáticas y regulatorias, deben ponderar su peso específico según las circunstancias imperantes y, por supuesto, optar por aquella situación o equilibrio que maximice su mayor y simultánea realización.

De hecho, además de fijar estas directrices en forma de fines de la concurrencia pública y privada en el mercado de las energías, la propia Constitución mandata directamente al legislador para desdoblar los deberes del Estado en la protección y cuidado del medioambiente, así como establecer los "criterios y mejores prácticas" para garantizar la eficiencia en el uso de energías, disminuir la generación de gases y compuestos de efecto invernadero, reducir la huella de carbón, aumentar la oferta de energías limpias, promover la sustitución tecnológica, etcétera. A la liberalización de los bienes y actividades de la energía deseable desde el punto de vista de la eficiencia y la competitividad económicas, el poder reformador de la Constitución opuso normativamente las racionalidades de la preservación del medioambiente como un límite explícito al mercado y, por tanto, como un supuesto relevante de intervención proactiva del Estado.

La política energética del gobierno federal no sólo trastorna la organización y funcionamiento de los nuevos mercados regulados, sino que distorsiona el equilibrio dinámico entre intereses y fines decidido por la propia Constitución. Bajo el nuevo modelo energético, en efecto, el Estado no puede desplazar arbitrariamente al mercado, conservar o introducir barreras de entrada a nuevos competidores o dar trato preferente a las empresas de propiedad pública. Debe otorgar certeza a las expectativas creadas a favor de los gobernados (confianza legítima), alentar la libre concurrencia y la competencia, así como corregir las fallas del mercado. Debe inducir las conductas de los participantes, públicos y privados, hacia la sustentabilidad y la protección del medioambiente, en la medida en que estas categorías son proyecciones normativas de derechos individuales y colectivos tutelados por la Constitución y los tratados internacionales.

El medioambiente como fin ordenador del modelo energético vigente, otorga al federalismo una posición jurídica relevante en defensa de la Constitución frente al desmantelamiento de la reforma energética. Se trata de la responsabilidad concurrente directamente implicada, por principio de afectación material, en las decisiones federales –y unilaterales– sobre el sector energético. Por ejemplo, los obstáculos a la interconexión de las energías limpias a las redes de transmisión y distribución o los costos regulatorios inducidos a nuevos entrantes a la industria eléctrica, no sólo afectan la esfera de derechos de las inversiones ya realizadas, sino también la capacidad de las entidades federativas de desplegar sus potestades públicas de preservar el medioambiente, de mejorar la eficiencia energética de las economías regionales, o bien, de cumplir los objetivos de política pública decididos en ejercicio de su autonomía de administración y de gobierno.

James Madison, el arquitecto del federalismo, afirmaba que la Constitución era el "acta constitutiva de poder otorgada por la libertad". La libertad que emana del consentimiento del pueblo y que se expresa siempre mejor en la proximidad a los problemas y necesidades. Ahí, en esos espacios locales, hay también una reserva de poder soberano. Y, por tanto, la legitimidad para llamar al defensor de la Constitución, al Tribunal Constitucional, a que reestablezca el equilibrio originario entre los fines e intereses que rivalizan inevitablemente en la pluralidad.

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