Cronopio

La corrupta impericia

En la lastimosa confesión del solitario negociador se resume el descalabro: el gobierno simplemente desconocía los detalles e implicaciones de lo pactado.

El logro histórico terminó en un fiasco. La fotografía celebratoria de una renegociación que supuestamente había logrado superar las tensiones bipartistas del socio incómodo en la era Trump, se transformó en pocos días en la sospecha de que México cedió hasta lo indecible. En la lastimosa confesión del solitario negociador se resume el descalabro: el gobierno simplemente desconocía los detalles e implicaciones de lo pactado. Si en los inicios de la aventura había incertidumbre sobre las posiciones que llevaría a la mesa, sobre las líneas rojas de la negociación y las alternativas a un rompimiento en la revisión del TLC, el desenlace dejó claro que el gobierno tampoco tenía la mínima idea de lo que estaba empeñando con su firma.

Y es que la cuestión laboral fue uno de los principales detonantes de la apertura del TLC. Desde hace tiempo, los sindicatos norteamericanos han presionado a su gobierno para forzar la revisión de las condiciones de trabajo en México y, en particular, para acortar el diferencial de salarios que ha alentado a un buen número de industrias, sobre todo en el sector automotor, a reubicarse en nuestro país con el propósito de bajar sus costos de producción. De alguna manera, ciertos sectores de Estados Unidos han asumido que los bajos salarios en México, en el contexto del libre comercio y de la nueva flexibilidad tecnológica y logística, se han traducido en una ventaja comparativa artificial. Buena parte del malestar social que ha provocado la automatización y otros cambios en las vocaciones productivas de la economía estadounidense, se ha canalizado políticamente hacia esta suerte de dumping laboral. Y este fenómeno de contención del precio del trabajo se suele asociar con la debilidad de las garantías de la libertad de asociación sindical y del derecho a la negociación colectiva, es decir, a la proliferación de sindicatos blancos y de contratos de protección con la condescendencia del gobierno.

Estas tensiones políticas domésticas están detrás de la insistencia del gobierno de Estados Unidos para que México actualizara su institucionalidad para reconocer y garantizar estos derechos, concretamente la reforma al sistema de justicia laboral y a las condiciones de la representación sindical. Pero también explican la posición norteamericana de incluir un capítulo laboral (23 y Anexo 23-A), en el que se fijaran compromisos, obligaciones de armonización legislativa, mecanismos de cumplimiento y posibles represalias comerciales (suspensión de exportaciones a empresas, por ejemplo), con clara dedicatoria a México. La primera ronda de negociaciones, bajo la administración anterior y la anuencia explícita de la entrante, concluyó con un paquete de deberes nada despreciable en materia laboral, que incluye de hecho una cláusula que obliga a México a revisar todos sus contratos colectivos en un plazo de 4 años a partir de su entrada en vigor. En pocas palabras: se aceptó la titánica tarea de adaptar las relaciones laborales colectivas a los nuevos estándares laborales, tanto aquellos que provienen de las tres reformas recientes como los que impuso el nuevo tratado de libre comercio.

Los compromisos suscritos en esa primera ronda no fueron suficientes para atemperar la presión sindical y política de grupos de presión relevantes en Estados Unidos. Los gobiernos y negociadores pecaron de ingenuidad. En cierto modo pensaron que desactivar la implosión del TLC con una renegociación medianamente presentable, bastaba para pasar de página. El resultado negociado se enfrentó pronto a la objeción sobre la ausencia de instrumentos para asegurar que México acataría las nuevas reglas del juego, particularmente en cuanto a las condiciones laborales mínimas de la plataforma mexicana de exportación. Sí, los inspectores in situ, los mecanismos de "respuesta rápida" en contra de empresas que falseen sus relaciones laborales, los paneles para la solución de disputas sobre el grado de cumplimiento de las partes, han estado invariablemente sobre la mesa, tal y como lo denunció en su tiempo el empresariado mexicano. Los demócratas y una buena parte de los republicanos en el Congreso norteamericano, con el ingrediente de la víspera electoral presidencial, no han engañado más que a los que se quieren autoengañar: no habría T-MEC sin garantías eficaces de cumplimiento a nivel nacional y, especialmente, para el caso de México. Y, al parecer, lo lograron sin que el gobierno mexicano cobrara conciencia de lo que estaba en juego.

No hay margen de sorpresa en los contenidos de la ley de implementación que se presentó en Estados Unidos y que desnudó la frivolidad e impericia con la que el gobierno mexicano firmó y ratificó el protocolo modificatorio del T-MEC. Las posiciones y el contexto de la negociación no dejan lugar a dudas de lo que pretendía la contraparte estadounidense. Sabíamos que esta administración desprecia la técnica y la disciplina de la gestión pública, pero no al extremo de tomar decisiones a ciegas, ni bajo las cautelas básicas que impone el sentido común. Un equipo negociador integrado por una sola persona que no tiene más que su palabra para validar los términos de lo que pactó. El gobierno que dice sí a todo y se apresura, sin textos traducidos y aceptados, a cantar victoria. El Senado que ratifica la claudicación en una ominosa reedición de aquellas oficialías de partes de la hegemonía priista, sin escuchar las sensatas advertencias de la oposición. El preocupante silencio presidencial frente a la deshonra.

El episodio es una muestra sintomática de las formas de gestión de esta nueva administración: una mala mezcla entre impericia e ingenuidad. Una modalidad de corrupción de lo público: la de la negligencia supina. Una lenta forma de robo del patrimonio más sagrado que tiene una sociedad: su futuro.

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