Cronopio

La coartada del fracaso

El gobierno ha decidido enfrentar a ciegas la mayor crisis sanitaria del último siglo. La pandemia literalmente se ha dejado en manos de un merolico.

La gestión de la pandemia ha sido desastrosa. México es ya el tercer país con el mayor número de muertos. Con el falso pretexto de la austeridad y una alta dosis de negacionismo, el gobierno se ha resistido a seguir el principal aprendizaje que ha dejado la experiencia mundial: practicar pruebas para dimensionar el tamaño de la crisis y anticipar de mejor manera el comportamiento del virus. El subregistro de casos y la evidente manipulación de las cifras esconden debajo del tapete el enorme daño social que ha provocado la negligencia de la autoridad federal. Nadie puede predecir ni estimar la evolución de la enfermedad en términos de contagios y letalidad. La curva revela plásticamente que el gobierno ha perdido el control de la pandemia. Y también delata su estrategia: aguantar hasta que la vacuna o el tratamiento nos caiga del cielo.

El gobierno, en efecto, ha decidido enfrentar a ciegas la mayor crisis sanitaria del último siglo. Pero, sobre todo, ha renunciado a activar y usar los dispositivos que prevé el Estado constitucional para proteger a las personas. La pandemia literalmente se ha dejado en manos de un merolico. El Consejo de Salubridad General y las facultades ejecutivas extraordinarias que la Constitución sabiamente prevé para garantizar la eficacia y el mando unitario del Estado frente a un riesgo a la salud de especial magnitud, han sido sustituidas por la supuesta fuerza moral del Presidente y la verborrea pseudocientífica de López-Gatell. Lejos de fijar normas y parámetros de actuación basados en evidencia, el gobierno federal subestima constantemente la crisis, hasta el grado del desprecio a los cuidados personales más evidentes, como el uso generalizado de cubrebocas o el distanciamiento social. Sin ningún rigor, en el pico de los contagios, la autoridad alienta visiblemente a las personas a retomar actividades con el único propósito de evitar un hundimiento mayor de la economía. En lugar de un regreso ordenado y prudente a la denominada 'nueva normalidad', los gestores de la pandemia han optado por la inmunidad de rebaño, esto es, evitar el colapso de la estructura hospitalaria administrando la muerte.

El gobierno federal ha trasladado a los estados la responsabilidad de la crisis sanitaria y sus efectos en la economía. Cuando el Presidente negaba la ferocidad del virus, varios estados, sobre todo de oposición, adoptaron medidas de distanciamiento y suspensión de actividades. Mientras la Federación se niega a establecer un paquete de estímulos económicos, los estados han reaccionado con medidas de alivio en el reducido margen con el que cuentan. Ahora se les impone discrecionalmente un semáforo, sin claridad en la metodología y en los criterios para fijar un sistema razonable de alertas, con la velada amenaza de usar la persecución penal en contra de las autoridades que se nieguen a someterse. De nueva cuenta, sin información y fuera de los resortes constitucionales de emergencia, se deja a los estados a su suerte, con cada vez menos recursos, con autoridad limitada y bajo el fallido esquema de centralización de la salud en el Insabi. La coartada perfecta: el fracaso de la pandemia recaerá en los estados que sustituyeron la omisión de la Federación en una atribución que era enteramente suya.

Los estados deben usar los dispositivos del federalismo para canalizar la responsabilidad política de la crisis sanitaria. Deben, en primer lugar, controvertir ante la Suprema Corte el semáforo de reapertura, en razón de que no se encuentra sustentado en ninguna norma jurídica. Más allá de la salida de López-Gatell, la exigencia de los estados debe ser clara: las directivas de gestión de la pandemia deben provenir del Consejo de Salubridad General y formalizarse en decretos y acciones adoptadas de manera directa por el Ejecutivo federal, a través de la Secretaría de Salud, tal y como mandata la Constitución. Ni más ni menos. No sólo para garantizar la unidad de mando ejecutivo frente a la epidemia, sino también para posibilitar la rendición futura de cuentas por el saldo que deje a su paso el virus. Porque cada muerte que pudo ser evitada es una responsabilidad jurídica por acción u omisión que, en algún momento, tendrá que ser dilucidada. Si es que nos tomamos en serio al Estado de derecho.

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