Cronopio

Guardia Nacional

Roberto Gil Zuarth opina que la propuesta de la Guardia Nacional, en los hechos y en el derecho, transfiere a un apéndice de las Fuerzas Armadas la responsabilidad de la seguridad.

No es mala idea la creación de una institución intermedia entre las policías y las Fuerzas Armadas que se encargue del control territorial, de la protección de bienes e instalaciones estratégicas, así como de atender situaciones que, por sus características, rebasen las capacidades civiles de seguridad pública (crimen organizado) o impliquen amenazas o riesgos especialmente relevantes al orden público interior (desastres naturales, terrorismo, etcétera).

Un buen número de democracias constitucionales cuentan con instituciones de esta naturaleza. Su existencia responde a la necesidad de desmilitarizar la función de seguridad, sobre todo en contextos en los que las Fuerzas Armadas tuvieron un papel preponderante en el ejercicio rutinario de la coacción pública. La tendencia apunta a que la estructura y organización de este tipo de cuerpos es de tipo militar, pero orgánica y funcionalmente diferenciados de los ejércitos. En la gran mayoría de los casos su mando organizacional y operativo se ha trasladado a órganos de carácter civil. En un buen número de experiencias, coexisten con cuerpos nacionales o federales de policía.

La propuesta presentada por el gobierno federal es un galimatías que, en los hechos y en el derecho, transfiere a un apéndice de las Fuerzas Armadas la responsabilidad permanente de la seguridad pública, es decir, el control social de los conflictos, así como la prevención e investigación de los delitos. Pero, peor aún, es una solución que, tal y como está planteada, inhibirá el esfuerzo de formación y profesionalización de policías civiles: siempre será más fácil, más rápido y más barato incrementar la Guardia Nacional a costa de la reserva armada, que construir carreras policiales estables.

En la propuesta presidencial, la Guardia Nacional se configura como una institución de carácter militar y bajo mando militar. El hecho de que el comandante supremo sea un civil, no altera la lógica militar de su entrenamiento, de sus dinámicas de actuación o de su capacidad de fuego, ni implica por sí controles democráticos suficientes.

La misión que se le asigna no es de cuerpo intermedio o subsidiario, sino prácticamente todas las funciones que comprenden la seguridad pública. Es una policía militar en toda forma. Dada la concurrencia federal en esta materia y la vaguedad en la distribución de responsabilidades del régimen de delincuencia organizada, un estado de fuerza nacional de esta magnitud y características, seguramente desplazará en los hechos a las corporaciones civiles locales. Hará todo y de todo.

La reforma plantea la desaparición (en modo de fusión) de la Policía Federal. Esto es un grave error: implica prescindir de un esfuerzo institucional que ha costado años y mucho dinero. Dicha fusión desalentará a los actuales policías federales a continuar su carrera, en razón de que, por número y espíritu de cuerpo, es altamente probable que se imponga el sistema militar de funcionamiento. En el mejor de los casos, los buenos policías federales terminarán convirtiéndose en malos militares.

El país ha generado una anómala dependencia a las Fuerzas Armadas. Una anomalía que, por cierto, se ha agudizado por nuestra incapacidad para decidir el rol que deben jugar frente a fenómenos que escalan la capacidad de respuesta ordinaria del Estado y que no son conflictos armados (guerra) en sentido estricto. En buena parte del país, se han convertido en primeros respondientes: la única autoridad disponible para preservar el orden público. Han sustituido a las policías, se han alquilado como policías o, peor aún, se han disfrazado de policías. Ese síndrome de dependencia, en todas sus formas y manifestaciones, tiene una explicación: los soldados y marinos son el único estado de fuerza disponible en el corto plazo para contener la expansión de la violencia criminal, atender los deberes federales y suplir temporalmente las debilidades locales.

Una institución intermedia con funciones acotadas desde la Constitución puede ser el primer paso para suplir el actual despliegue militar en seguridad. Ese cuerpo debe coexistir con una cada vez más robusta Policía Federal, con el fin de diferenciar claramente la esfera de seguridad pública de otras exigencias de orden interno. Forjada en la disciplina militar, pero con adscripción y mando civil. La ruta de transición más rápida para la integración de este cuerpo intermedio es, sin duda, un programa de trasvase presupuestal y de personal desde las Fuerzas Armadas, una estrategia que, por cierto, ya se intentó en el pasado y se enfrentó a la resistencia de los mandos militares. Y, claro, sujeta a controles políticos, vigilancia externa y rendición de cuentas.

La Guardia Nacional es buena idea si y solo si su construcción se piensa y se hace bien. La reforma, como está, nada más petrificará en la Constitución un estado (anómalo) de cosas.

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