Cronopio

El muro mexicano

Nuestra actitud frente al gobierno de Trump deber ser mucho más sofisticada que la mera defensa retórica, chovinista, de la unidad.

Nuestra vecindad con Estados Unidos, la mayor potencia del mundo, es sumamente compleja. No es una relación sencilla de administrar. La diplomacia norteamericana siempre se ha desdoblado en función de intereses domésticos. No hay amigos ni alianzas que estén por encima de sus razones de necesidad. Especialmente en la era Trump. Un presidente que impone su voluntad al margen de la legalidad y a contrapelo de las restricciones. El populista que para "hacer a América grande otra vez", se ha propuesto restaurar el nacionalismo nativista de los muros y el proteccionismo de las barreras al comercio. Un demagogo prendiendo fuego en mil hogueras.

Sin relativizar la enorme dificultad de esa relación, es francamente difícil reconocer como un éxito el acuerdo reciente que pospuso la crisis de los aranceles. Claro, si el arreglo se mide en función del daño que habrían provocado las tarifas a la economía mexicana, la mera sensación de alivio es suficiente para recuperar la risa. Pero si se evalúa el acuerdo en cuanto al precedente que deja para sucesivas negociaciones y por sus implicaciones futuras y tangibles para México, no hay más que decir que fue un muy mal arreglo para un pleito que difícilmente terminará con esta escalada.

En las últimas décadas, se ha vuelto prácticamente imposible aislar los distintos temas que definen la relación bilateral. En una coexistencia porosa y dinámica, las agendas se condicionan recíprocamente. Seguridad y migración, seguridad y comercio, narcotráfico y comercio, etcétera. El problema de este reciente pulso con la administración de Trump, es que México aceptó indebidamente un falso e inestable quid pro quo: México se comprometió a tomar mayores responsabilidades en un fenómeno –el migratorio– que está muy lejos de su capacidad de gestión como Estado-nación. Y es que, por principio, el gobierno mexicano no debió reconocer el problema migratorio como una cuestión que deba procesarse en el ámbito de la relación bilateral. La migración tiene causas y efectos que escapan, por mucho, a los esfuerzos que México pueda hacer en términos de controles policiacos o militares a los flujos de personas. El perfil migratorio ha cambiado notablemente en los últimos años y se explica por la debilidad institucional que han dejado regímenes cleptopopulistas, por la falta de oportunidades y por la brutal violencia en que vive buena parte de Centroamérica, sobre todo en la región conocida como 'triángulo norte' (El Salvador, Guatemala y Honduras). Es ahí donde se generó la actual crisis migratoria que tiene a miles de personas en busca de asilo y que, por cierto, le ha dado a Trump un templete útil para su reelección. Para evitar las tarifas, nos hemos comprometido a servir de muro invisible a una realidad que no tendrá fin, mientras no existan Estados viables y mercados eficientes, competitivos e inclusivos en la zona olvidada del continente.

El compromiso asumido de disponer de la Guardia Nacional (que aún no existe) con el propósito de incrementar el costo y riesgos a la decisión personal de emigrar, altera de tajo la forma en la que nuestro país ha tratado el tema migratorio. Por nuestra propia experiencia como país expulsor y como reserva de legitimidad para exigir un trato humano a nuestros compatriotas, México se había resistido a gestionar la migración desde los ópticos de la seguridad pública o nacional. La tortuosa evolución de la política migratoria es la expresión de una tensión entre el derecho humano a elegir una ruta de vida y los deberes del Estado de racionalizar sus efectos. Ha costado mucho resistir a la tentación de la crueldad. De un plumazo, la presión de Trump nos hace virar hacia un modelo que nos alejará, por mucho, de la tradición de empatía con el migrante que, hasta ahora, había evitado el uso masivo e irracional de la fuerza coactiva como la primera y principal respuesta del Estado.

Con este acuerdo, además, nos hemos comprometido explícitamente a hospedar a los migrantes mientras reciben una respuesta de asilo o refugio. A garantizar sus derechos básicos, desde salud hasta el empleo. A ofrecerles una vía de asimilación o a hacer posible su repatriación. A pagar con nuestros impuestos un problema que empieza fuera de nuestras fronteras, y que se ha acelerado exponcialmente desde que Trump lanzó su amenaza de construir el gran muro de concreto y alambre de púas. Hemos aceptado pagar el muro invisible mexicano, con el ahorro de los aranceles que Trump nos ha perdonado por el momento.

Nadie le pide al gobierno de López Obrador que ponga en su lugar a Trump. No es el papel del presidente mexicano moderar al autócrata. Haríamos mal si esperamos que conteste las bofetadas a puñetazos. México debe lidiar con el presidente inmobiliario hasta que los ciudadanos norteamericanos decidan su destino político. Pero eso no significa que debamos poner la otra mejilla. Nuestra actitud frente al gobierno de Trump deber ser mucho más sofisticada que la mera defensa retórica, chovinista, de la unidad. Actuar con estrategia, audacia y pragmatismo. Conocer bien al antagónico, anticiparse a sus pasos, cercarlo con alianzas que le resten márgenes de maniobra, abrir frentes donde menos los espera. Nuestras posiciones deben articularse desde la ecuación de las ganancias o pérdidas del desencuentro. La cuidadosa selección de los medios a nuestro alcance para dosificar consecuencias y represalias eficaces a los desplantes. El despliegue de toda nuestra presencia, pública y privada, para activar a la base social de Trump y a sus oposiciones. Movilizar los intereses convergentes con nuestros intereses. Empezando por los que tienen valor contante y sonante en dólares.

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