Cronopio

El elefante en la sala

La cuestión de la presencia de las Fuerzas Armadas en la seguridad pública parecía por fin superada con la reforma constitucional que creó la Guardia Nacional.

Después de casi 70 años de intervención intermitente en el combate al narcotráfico, 24 años de frágil condición de auxilio a las instituciones civiles y otros 15 con responsabilidades prácticamente permanentes en sustitución de las policías, la cuestión de la presencia de las Fuerzas Armadas en la seguridad pública parecía por fin superada con la reforma constitucional que creó la Guardia Nacional. Sin embargo, el reciente decreto presidencial (DOF, 11/05/2020) que les concede facultades que nunca antes habían tenido jurídicamente ni por asomo, revela que el elefante sigue en la sala, a pesar del enorme y consistente esfuerzo colectivo por ignorarlo.

La reforma de la Guardia Nacional, más allá de la creación de un cuerpo nacional de policía o de control territorial, intentó resolver ese pequeño problema que lleva décadas en la sala: ¿cómo aumentar el déficit de estado de fuerza en el corto plazo para dejar de depender progresivamente de la participación directa de las Fuerzas Armadas? La solución parecía razonable. Por un lado, el trasvase formal de efectivos militares y navales a la nueva Guardia Nacional fijaría una base operativa y de crecimiento, precisamente para que el reclutamiento no empezara de cero y la nueva institución tuviera condiciones de suplir gradualmente el despliegue militar. Por otro, un régimen temporal y limitado de actuación de las Fuerzas Armadas en seguridad pública, anclado en estándares normativos fuertes y en una estricta relación medio-fin al desarrollo de capacidades e implantación territorial de la Guardia Nacional, permitiría continuar con el esfuerzo de contención de la delincuencia, especialmente del crimen organizado.

A contrapelo de la motivación y texto de dicha reforma constitucional, sin atribuciones y a través de una cuestionable extensión funcional del mandato de la Guardia Nacional, el decreto presidencial otorga expresamente facultades a las Fuerzas Armadas para, entre otras cosas, actuar como primer respondiente, prevenir la comisión de delitos y faltas administrativas, recibir denuncias, realizar detenciones y aseguramiento de bienes, participar en la cadena de custodia de la evidencia o de los hallazgos criminales. En ningún momento de la larga historia de sus intervenciones o en los dos intentos legislativos precedentes por regular su participación auxiliar y subsidiaria en tareas de seguridad pública –la reforma a la Ley de Seguridad Nacional en 2010 y la Ley de Seguridad Interior de 2017–, se había planteado dotar a las Fuerzas Armadas de este tipo de atribuciones. Hasta ahora, en efecto, no se había cruzado la línea roja en el sentido de habilitar a las Fuerzas Armadas, por instrucción, decreto o ley, para realizar directamente actos de molestia sobre las personas que corresponden, en exclusiva, a las autoridades civiles en tiempos de paz.

¿Cuál es la razón probable de que el Presidente hubiese falseado la cláusula que le permite disponer de la participación extraordinaria, regulada, fiscalizada, subordinada, complementaria y temporal de las Fuerzas Armadas mientras se consolida la Guardia Nacional? Tres posibles explicaciones: 1) la estrategia de repliegue del Estado para no "perturbar al avispero" ha fracasado y, en consecuencia, ahora el gobierno tiene más presión interna (violencia) y externa (Trump) para contener al crimen organizado; 2) el trasvase de efectivos militares y navales hacia la Guardia Nacional ha encallado en la histórica resistencia de las Fuerzas Armadas a ceder personal y a actuar bajo el mando de agencias civiles, y 3) muy probablemente se ha impuesto en el gobierno la vieja –e ingenua– tesis de que la efectividad de las Fuerzas Armadas depende de que sus actuaciones tengan valor en el juicio penal, es decir, que para clausurar la puerta giratoria se debe acabar primero con el pretexto procesal de que carecen de competencia para prevenir delitos, detener personas y asegurar bienes.

Además de contravenir los estándares internacionales y ahora constitucionales que disciplinan la participación de las Fuerzas Armadas en situaciones de necesidad para la seguridad pública, el decreto es un precedente sumamente riesgoso para la separación de poderes y, en particular, para el control democrático sobre el uso de la máxima fuerza coactiva del Estado por parte del Ejecutivo.

El Presidente no puede reglamentar de manera directa la Constitución, ni suplantar al Congreso en la facultad de regular a las Fuerzas Armadas. Mucho menos puede, por decreto, normalizar su actuación como instituciones de seguridad pública, por más que en un transitorio constitucional se le faculte para disponer de las Fuerzas Armadas para estas tareas. Desdoblar la facultad reglamentaria para crear un estatuto jurídico particular a las Fuerzas Armadas es un fraude a la Constitución, ahora que está de moda el concepto. Lo es porque a propósito de una competencia acotada y condicionada, se acomoda y decora al elefante para que parezca un cómodo y funcional mueble en nuestra sala.

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