Cronopio

Culiacán y el síntoma

El primer problema de la estrategia del nuevo gobierno es, precisamente, esta posición ambivalente entre enfrentar para reducir al crimen organizado o tratar de dirigir su comportamiento a través de la retracción del Estado.

Culiacán es un síntoma de la crónica debilidad institucional del país, pero también de la estrategia de seguridad que el gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador ha decidido implementar.

Para el presidente López Obrador, la actual crisis de violencia se desató desde que se le dio un "golpe al avispero". Bajo esta tesis, la decisión del presidente Calderón, de disponer de la fuerza del Estado para recuperar el control territorial del país, es la causa eficiente del problema de la seguridad. De alguna manera, esta premisa sugiere que es posible gestionar la violencia reduciendo la probabilidad de enfrentamientos entre las organizaciones criminales y el Estado. Y el primer paso, parece ser, es que el Estado dé un paso atrás en su responsabilidad de imponerse frente a los que desafían la ley. Si éste es el punto de partida de la estrategia, entonces no nos debe sorprender lo que ocurrió en Culiacán y, mucho menos, lo que está por venir.

El primer problema de la estrategia del nuevo gobierno es, precisamente, esta posición ambivalente entre enfrentar para reducir al crimen organizado o tratar de dirigir su comportamiento a través de la retracción del Estado. Sólo desde esta ambivalencia se explica, por ejemplo, desplegar a 70 mil efectivos de la Guardia Nacional con la instrucción expresa de no confrontar ni resistir agresiones, o los guiños recurrentes desde la mañanera en el sentido de que "mejor abrazo, antes que balazos". Y es que Culiacán no fue el primer episodio en que las fuerzas federales desistieron de aplicar la ley.

El segundo problema es que las prioridades no están claras. Se había dicho que la prevención sería el eje de la nueva política de seguridad, pero no se ven nuevos programas, instituciones o, incluso, más presupuesto o mejor focalizado para ese propósito. Más allá de las carretadas de dinero comprometido en programas sociales de carácter asistencial, no se alcanza a ver una política nacional de prevención audaz, asertiva, novedosa, que atienda los factores criminógenos de la actual crisis de violencia.

Una muestra de este extravío en cuanto a las prioridades es el despliegue de la Guardia Nacional. Para sortear la amenaza de Trump, el gobierno federal se comprometió a disponer de esta nueva institución para contener los flujos migratorios, en ambas fronteras. Esto implica, por supuesto, menos elementos de la Guardia en tareas de control territorial o en operaciones de disuasión del crimen organizado.

Pero ahí no acaba el problema. Es difícil descifrar la racionalidad del despliegue de la Guardia Nacional en sus primeros meses de funcionamiento. Los estados y regiones más violentas no son las que tienen mayor presencia de efectivos. En las semanas previas a los eventos de Culiacán, Sinaloa tenía menos de mil elementos dispuestos, mientras la Ciudad de México tenía poco más de tres mil. ¿En qué momento Sinaloa dejó de ser una región que amerita la presencia regular y sostenida del Estado?

En tercer lugar, el gobierno federal parece creer que las bandas se van a desmovilizar voluntariamente. De ahí que, por ejemplo, cancelara sin mayor explicación la estrategia de capturar a los líderes de las organizaciones criminales más grandes o más violentas. Esta estrategia fue diseñada con el propósito de debilitar las capacidades operacionales y de romper las cadenas de mando, complicidad y de negocios de estas bandas. Desde ciertas simplificaciones, se ha afirmado que esta medida produjo la pulverización del crimen organizado, es decir, un mayor número de competidores disputándose los mercados ilícitos. Probablemente, la nueva administración ha decidido no presionar a los liderazgos delincuenciales con la ingenua expectativa de que a base de sermones mañaneros, dejarán la violencia y se dedicarán pacíficamente a lo suyo. De nueva cuenta, esto sugiere que en su escaleta de decisiones sí están las opciones de dejar ciertos márgenes de actuación a las organizaciones criminales o, mejor dicho, que no combatir frontalmente a los delincuentes es una opción legal y éticamente válida. Para no disturbar al avispero, también se le puede sacar la vuelta a la colmena.

En cuarto lugar, está dislocada la lógica de proporcionalidad sobre cómo y dónde poner la fuerza coactiva del Estado. A estas alturas, no se conoce una sola investigación o imputación penal en contra de las estructuras financieras del crimen organizado. Todos los días nos amanecemos con casos sobre corrupción política o empresarial, pero ninguno que conecte con la forma en la que estas organizaciones se financian o bien disponen de sus grandísimas utilidades. Al mismo tiempo, la mayoría legislativa del Presidente ha endurecido leyes y castigos en contra de los contribuyentes, que incluye la posibilidad de utilizar los excepcionales instrumentos de seguridad nacional y el tratamiento procesal de la delincuencia organizada. En pocas palabras: castigos más duros y métodos de excepción en contra de los contribuyentes, pero treguas suaves en contra de los criminales.

Y, por último, resulta preocupante el acelerado desmantelamiento institucional y la concentración de poder en la Federación, en detrimento de un federalismo cooperativo que aumente la capacidad de respuesta del Estado, sobre todo en una materia tan sensible como la seguridad.

En la última década, se ha asentado el consenso de que la seguridad es el resultado de mayor presencia del Estado, menos corrupción y mayor eficacia en contra de la impunidad. El problema es que los esfuerzos no han sido suficientemente consistentes. Cada administración tiene la tentación de romper con el pasado y empezar de nuevo. Sobre todo la actual, que en el pasado sólo ve la coartada para justificar el fracaso propio. Como en Culiacán.

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